Or how I never learned to stop worrying and love the bomb...
Alamogordo - Fue la primera. No es cuestión de celebrarla, simplemente remarcar que, aquel día, la guerra en el Pacífico quedó vista para sentencia. Y que la sombra del hongo se iba a proyectar sobre varias generaciones durante el medio siglo siguiente.
Hiroshima - La sentencia. Quizá fuera necesaria. Quizá, en efecto, ahorró el millón de muertos norteamericanos (y a saber el número de víctimas japonesas) que hubiera supuesto una invasión terrestre. Sea como fuere, mató a 80.000 personas en el acto. 60.000 más murieron a causa de la radiación antes de que 1945 llegara a su fin. En total, con el paso de los años, unas 237.062. El primer bombardeo sobre Tokio había acabado con más del doble de civiles (números, la fría estadística esconde perfiles obscenos). Y, sin embargo, Hiroshima sigue representando El Horror. La Nada, con apenas un segundo de diferencia. La mirada de Kurtz clavada en el reloj que se detuvo puntual a las 8.17 de la mañana de aquel 6 de agosto.
Nagasaki - Tómese el “quizá” con que abría la entrada anterior y elévese al cuadrado la duda implícita. Más números. Más Horror. Más Nada.
Hasta aquí, cuanto he leído. A continuación, lo que viví...
El día después -En algún momento de la primera mitad de la década de 1980, tiempos de Guerra Fría, cuando Reagan enterró a tres capitostes del Kremlin seguidos y uno se preguntaba si cada “nuevo” sería mejor o peor que sus predecesores (“I hope the Russians love their children, too” –cantaba Sting), en algún momento, pues, supimos que, en cuanto país miembro de la OTAN, había una ración de misiles soviéticos que llevaba nuestro nombre. Intuyo que por primera vez nos enfrentamos al miedo nuclear (Palomares fue otra historia: Fraga no hubiera recibido los SS-20 en bañador). Es así que los periódicos comenzaron a publicar relatos sobre el invierno atómico, gráficos sobre los habitantes de Barcelona que quedarían borrados de un plumazo caso de caer una bomba sobre la Plaza Cataluña, descripciones acerca de los padecimientos físicos y espirituales a los que deberían hacer frente los supervivientes. Un telefilme norteamericano al que jamás osé enfrentarme, El día después, puso imágenes y efectos dramáticos a la teoría (Hiroshima y Nagasaki habían sido en blanco y negro, no sé si me explico). Y, admitámoslo, Juegos de guerra, pese a su tono de aventura juvenil, no acabó de tranquilizarnos. Entonces llegó Gorbachov, que Dios le bendiga, y, poco a poco, nos pudimos relajar. Sólo en 1992, cuando el Terminator II: Judgment Day de James Cameron mostró un Los Angeles devastado por misiles atómicos, recordé brevemente la pesadilla de mi infancia.
The only thing we have to fear is fear itself - El imperialismo del siglo XIX sentó las bases de la Gran Guerra. En las abusivas cláusulas del tratado de Versalles que puso fin a ésta hallamos el caldo de cultivo de la Segunda Guerra Mundial. Little Man y Fat Boy cerraron las puertas a la contienda en el Pacífico, pero las abrieron de par en par para la llegada de la Guerra Fría. De ahí Corea y Vietnam, la famosa teoría del dominó. La Contra nicaragüense, también. Y, cómo no, Afganistán y Bin Laden cuando luchaba contra los rojos y era bueno. De ahí el 11-S, Afganistán de nuevo, la invasión de Irak, el 11-M, el 7-J... Cada monstruo ha engendrado a otro; es posible que el actual aún haya de llevarse a muchos por delante (suelen expirar con un apocalipsis, los muy cabrones). El miedo no es el mismo, pero es igual. Y, de un modo u otro, nosotros aquí, prevaleciendo.