Pocos aspectos de la experiencia humana se muestran de forma tan evidente, sin por ello dejar de revelarse inasibles, quizá incluso inefables, como el del mal. El mal, a priori, parece una voluntad, pero nunca palpita con mayor fuerza que en su realización: los gestos del dolor, la aritmética de las víctimas... y son tales efectos los que nos conducen a encumbrarlo, a prestarle una eme capitular, obviando el posible apartado casual de su puesta en escena, también la mediocridad que muchas veces lo alimenta. Nuestra percepción del nazismo, por cierto, fluctúa entre ambos extremos: aquí los monstruos, allí el apartado burocrático y social que plasmó mecánicamente y amparó silenciosamente el obsceno dictado de los primeros.
Ya en La ofensa, título inicial y más redondo de su llamada Trilogía del mal, trató Ricardo Menéndez Salmón la circunstancia de un personaje enfrentado a un abismo, el de la esvástica, del que él mismo formaba parte; el nietzscheano efecto de esa mirada que es devuelta y amplificada, que se interioriza, que pasa a corroer desde dentro. El punto de partida de Medusa es sin duda paralelo: la grabación cinematográfica de una ejecución de prisioneros lituanos, doce tiros en la sien a lo largo de tres minutos veintisiete segundos, dentro de lo que podría haber sido una serie de cientos, conduce al narrador hacia la figura que sostiene la cámara, Karl Gustav Friedrich Prohaska, documentalista de la Wehrmacht, artista plástico, hijo de una madre ausente, marido devoto, padre de un niño muerto… y, en adelante, espejo de los efectos del mal bélico y político del siglo XX: los bultos y quemaduras debidos a la bomba de Hiroshima, el hambre de la España franquista, la pobreza extrema en la Latinoamérica de las dictaduras. La ofensa, pues, confluye aquí con los contenidos artísticos de la anterior La luz es más antigua que el amor. Lo cual no hace más que ahondar en el enigma: Prohaska es una sombra apenas revelada por su amigo y biógrafo Stelenski, cuyo testimonio fílmico, fotográfico y pictórico se ve a continuación interpretado por ese Bocanegra que viene ejerciendo de álter ego de Menéndez Salmón. Y la respuesta, prisma tras prisma, es la ausencia de respuestas. No existe más salida, en realidad, que la pregunta misma. Y a pocos narradores les está dado formularla desde tamaño rigor intelectual, preciosismo formal, detallismo lírico y piedad.
(Esta reseña ha aparecido en el número de septiembre de Go Mag.)