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Aquí, un amigo
Te sueltan en una habitación extraña con un montón de críos a los que tampoco conoces, sus narices tan húmedas como la tuya, sus miradas tan inseguras como la tuya, sus zapatos tan desatados como los tuyos. Algunos aprietan los puños con ánimo de ejercer la defensa del ataque mientras otros comprenden con rapidez que el primero que establezca una alianza difícilmente acabará quedándose solo, al margen de todo grupo. Y sí, con el paso de los días, con el paso de los meses, con el paso de los cursos se desarrollan afinidades, simpatías, confluencias. Pero, en general, las dos o tres o cuatro amistades que de verdad te llevas de la escuela se basan en esa sensación de supervivencia, tienen sus cimientos firmemente anclados en el recuerdo de la jungla, siempre conjugarán una mezcla de alivio y estrés postraumático, amén de invocar la experiencia compartida a través de los ritos de iniciación propios de las primeras dos décadas de vida.
En los viejos retratos escolares, nos reconocemos como veteranos de nosotros mismos.
A la vez, debo señalar que me considero un tipo afortunado. Porque varias de esas amistades “de toda la vida”, pese a los silencios, pese a las distancias, pese a las obligaciones de la existencia adulta, permanecen ahí, haciendo honor a su nombre y a su ambicioso carácter cronológico. Y una de ellas, concretamente, regresó tras varios años de separación para esgrimir lo mejor de ambas opciones.
Porque, en efecto, hay una segunda posibilidad. Notablemente más extraña, además. Que bebe también de la coincidencia, no necesariamente espacial y cronológica, pero sí me atrevería a decir que electiva e incluso espiritual.
De mi paso inicial por la universidad, tierra de nadie entre la arbitrariedad de las aulas primeras y las muy puntuales casualidades posteriores, me llevé a otro buen amigo.
Y, mientras mis voluntades comenzaban a desplegarse, se abrían paso con mayor o menor fortuna, negociaban con el mundo en lo que inevitablemente parecía una flagrante inferioridad de condiciones, fui a dar con mis escritos musicales a un domicilio de la Plaça de les Glòries barcelonesa, donde los colaboradores de la revista Rocks Musiczine nos congregábamos –¿cada mes? ¿cada quince días?– para repartir los discos a comentar en el número siguiente. Y la nómina de periodistas en ciernes allí reunida bien merecería otro escrito, quizá incluso un sobrenombre generacional del tipo “Rocks Pack”. Pero todo ello, esta larga introducción viene a que, tras uno de esos encuentros, caminando en grupo de regreso al metro de Plaça Catalunya, comencé a ser consciente de una complicidad especial.
Han transcurrido dieciséis, quizá diecisiete años desde entonces. Un período tan respetable como extraño para quien acaba de saltar la barrera de los cuarenta y no tiene aún demasiado claro dónde va a caer (o sí: de ahí, precisamente, la molesta ausencia de vértigo). Sobre todo, una fase en pleno desarrollo hasta que ayer Octavio Botana me invitó a detenerme, a ponerla en números y a considerarla detenidamente al colocar ante mis narices un scrapbook de homenaje cumpleañero.
Repasándolo, recorriéndolo, rememorándolo, he vuelto a jugar esos partidos de fútbol, he vuelto a compartir esas sesiones DJ, he vuelto a bailar en los Nasty Mondays, he vuelto a organizar una multitudinaria fiesta okupa de treinta aniversario, he vuelto a tocar la guitarra para su voz de Cash mientras celebrábamos la publicación de mi primera novela adulta, he vuelto a pasar las páginas del manuscrito de su ópera prima... He vuelto, en definitiva, a transitar esos encuentros y esas presentaciones de nuevos amigos o parejas y, particularmente, esas ocasiones recurrentes en las que el uno contó algo y el otro levantó las cejas y exclamó sorprendido: “¿Tú también?”. A la vez, y ahí radica la magnitud del asunto, soy consciente de que tanto a su scrapbook como a mi memoria de las últimas veinticuatro horas no dejan de escapar numerosos encuentros y numerosas presentaciones y numerosos alzamientos de cejas.
Vayan por todos ellos, pasados pero también futuros, estas palabras. Lo he comentado antes: me considero un tipo afortunado. Pero el ya famoso y dichoso scrapbook me recuerda que uno no puede permitir que ese tipo de reconocimientos habiten únicamente el interior de su torpe y alopécica cabezota. Así que, de corazón: un honor y gracias por todo, man, sencilla y gloriosamente.
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