Para ulular lastimeramente:
Que, tras su notable y muy noble esfuerzo por dotar de profundidad y verosimilitud a los personajes, el guión fuerce la credulidad del espectador con atajos como el pluriempleo de Gwen Stacy (compañera de clase de Peter e hija del jefe de policía, vale, pero también becaria en Oscorp) o la súbita conversión del héroe en un as de la ingeniería genética. Que nos cueste media hora creer que Emma Stone tiene 17 años. Y, en definitiva, los típicos peajes de una superproducción de estas características, con esos pequeños saltos narrativos que evidencian las varias escenas que se han quedado en la sala de montaje referentes a la relación de la pareja protagonista y la evolución de la locura del Dr. Connors.
Para aullar efusivamente:
Andrew Garfield por ser, sencillamente, Spider-Man (sus expresiones, su lenguaje corporal, su todo...). El ya citado desarrollo de los personajes. Lo muy bien puestos que están casi todos los secundarios (con mención especial para Martin Sheen y Denis Leary). La sensación de que los efectos especiales acompañan a la película, en vez de tirar de ella. Su sutil y sabio aprovechamiento de algunos de los hallazgos de la trilogía de Sam Raimi. Y que, tras bordar las secuencias intimistas, Marc Webb no desentone en las de acción.
El juicio crepuscular:
No es el Batman de Nolan y tampoco la telaraña de la Shelob de Tolkien, pero la película atrapa mucho más que moscas durante sus 136 minutos de metraje. Manteniéndose siempre fiel al cómic, ofrece un Spider-Man del siglo XXI con picos de inspiración / homenaje como la secuencia del funeral o el consabido cameo de Stan Lee. Y su picadura contagia las ganas por descubrir qué derroteros toma la serie en sus próximos episodios.
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