Me siento, ahora mismo, afortunado. Condenado al fracaso, también, pues un puñado de palabras jamás alcanzarán a abarcar cuarenta años en el tiempo y centenares de episodios en la memoria, muchos de ellos tremendamente significativos, emotivos, imprescindibles para explicar lo que soy en particular y el ser general de los míos. Pero sí, es una de las virtudes del hacerse mayor, esa perspectiva, la mirada que duele menos cuanto más alejada del suelo se presenta.
Como pre-adolescente necesitado de raíces que fui, como tipo extremadamente apegado a todo lo que le rodeaba por miedo a que se lo arrebataran (alguien, la vida, qué sé yo…), como sujeto afectado por el síndrome del paraíso perdido ante la más ridícula canica que escapara de mí para hacerse fuerte bajo un sofá, padecí durante una época, y las padecí bastante, cualquier noticia que apuntara a la posibilidad de que, por motivos económicos, tuviéramos que dejar el piso “en que nací” (vine al mundo en una clínica a diez calles de distancia, pero ya me entienden). Más adelante, como adolescente no necesariamente conflictivo, sufrí también sobremanera que las desavenencias con mi padrastro me obligaran a abandonarlo. Y volvió a clavárseme su ausencia cuando, recién ingresado en la veintena, decidí irme a vivir al extranjero. Y cuando, fracasado ese primer proyecto vital, regresé… para verme exiliado una vez más.
Hoy, esta noche, la última que mi madre pasa en el apartamento familiar, cuarenta años y tres semanas después de pisarlo por vez primera, constato en cambio que capeamos la duda económica, que mi padrastro estuvo pero también dejó de estar, que me fui pero siempre acabé volviendo… y, como decía, me siento afortunado. Porque todas aquellas ocasiones en que creí hallarme a centímetros de perder ese asidero, bueno, no fue así. Y acabó resultando todo lo contrario: en cuanto escenario de las reuniones familiares grandes y medianas y pequeñas, el piso fue creciendo en memorias y episodios y personajes. ¿Quién me iba a decir que allí celebraría la recepción posterior a mi boda civil? ¿O que, treinta años después de aquellas tardes de verano en que mis hermanos y yo nos dábamos manguerazos terraza arriba y terraza abajo, iba a hacer lo propio con mis sobrinas, menores aún que nosotros en aquella época?
La melancolía me impide, desde luego, afirmar que el ático del número 11 de la calle Demestre, que mis padres alquilaron mucho antes de que la zona fuera lo que es hoy, cuando el boquete de un edificio emprendido pero nunca realizado más allá de algunos cimientos se abría ante nosotros (y engullía constantemente nuestros balones), no puedo afirmar, decía, que ese ático y esa dirección representen un espacio que perderá su valor sentimental en cuanto mi madre cierre su puerta de entrada para no volver más. Pero, tal y como hay quien se siente en casa allí donde cuelga su sombrero, sé perfectamente que, de aquí en adelante, me sentiré en la casa familiar allí donde los míos tengan a bien reunirse (quizá, de hecho, haya llegado el momento de que lo hagan más a menudo aquí, entre las paredes que me rodean mientras escribo). Y, por más que estas palabras fracasen por escasas y tibias, no lo hacen las memorias que se agolpan en mi cabeza. Este adiós que intento esbozar… qué fortuna lo tarde, hinchado y sereno que llega.
No hay comentarios:
Publicar un comentario