Algo hay del acto quinto, escena primera, de Hamlet en esta cuarta (memorable) obra rothiana en lo que llevamos de siglo: nos referimos a su penúltimo episodio, cuando el septuagenario y anónimo protagonista visita el cementerio de New Jersey en el que reposan los huesos de sus padres, el mismo al que ira a parar él escasos días más tarde, y mantiene una conversación con el sepulturero local a vueltas con los detalles del bastante ignorado arte de abrir y cerrar tumbas, tal y como el príncipe danés se asomaba al funesto destino del bufón Yorick gracias al diálogo con un excavador. Porque Roth es antes novelista que dramaturgo, su héroe no necesita empuñar una calavera para extraviar la mirada en el infinito y lanzarse a perorar sobre la tragedia del no ser. Pero sí es durante ese enfrentamiento con un aspecto colateral, práctico y (decididamente) terreno de la muerte que el Ubi Sunt sembrado en las 170 páginas precedentes cobra definitivamente cuerpo; más allá del habitual (doloroso) contraste entre plenitud físico-sexual y mediana edad sembrada de achaques, más allá de la (no menos punzante) memoria de los seres queridos ya desaparecidos, los detalles sobre la cotidiana labor del enterrador añaden una dosis de normalidad, de aceptación razonable del sino que a todos nos aguarda. Sucede, acto seguido, de forma casi inevitable, que el septuagenario y anónimo protagonista fallece cuando por vez primera en mucho tiempo su mente había dejado de contemplar la posibilidad de una defunción inmediata.
La moral y el silencio
Algo hay de Shakespeare, sí, en esta Elegía. Pero mucho más hay, comenzando por su (equivocadamente traducido) título original, del Everyman, pieza moral de los estertores del siglo XV que presentaba a un sujeto común y corriente en su cita con la Segadora. Roth es un humanista y nada hay más democrática, universalmente humano que el sexo y la muerte. Roth ha lucido siempre un cierto grado de egocentrismo, por lo que no es de extrañar que, ingresado el escritor en la setentena, cuando le viene viendo ya las orejas al lobo, la muerte vaya en su narrativa ganando terreno al sexo (aquí un ansia de casi imposible satisfacción, explicitado si acaso en el recuerdo de una gozosa relación anal -por tanto estéril, por tanto consumida en sí misma). Pero Roth, por encima de todo, es un moralista: allí donde el Everyman medieval debía aferrarse a sus buenas acciones para ir al Cielo, su Everyman posmoderno reniega de la religión incluso en su apartado de construcción cultural mientras presenta una torcida tarjeta de visita, con tres matrimonios fallidos, dos hijos resentidos y un sentimiento de culpa atravesado por el adulterio y la envidia. Y, pese a ello, ninguno de los dos acabará mejor que el otro; esto es, bajo una lápida y a dos metros bajo tierra. ¿Qué queda? Por de pronto, una ausencia total y absoluta de enseñanzas vitales, una apología del error, del aquí y ahora, de esa batalla entre hedonismo y responsabilidad que, llegada la tercera edad, se acaba por transformar en “una masacre”. También, una prosa fluida, puntuada por frases de clarividencia demoledora, que hace gala de los mejores apartados marca de la casa: las estampas íntimas de infancia y la influencia de lo histórico y general sobre lo privado y personal. Y, en definitiva, más allá de dos o tres puntuales obviedades, una nueva obra mayúscula de un escritor que se resiste a aceptar que el resto es silencio.
Crítica publicada en el Qué Leer de noviembre de 2006.