De un tiempo a esta parte, en China existe una macabra trágica moda: perturbados que entran en guarderías para asesinar a todos los niños posibles. Claro que China no es Estados Unidos, así que en vez de armas de fuego se sirven de machetes, cuchillos, hachas... Resulta evidente que el loco que quiere matar, que quiere hacer daño, de un modo u otro matará y hará daño. Tampoco hay que realizar un ejercicio de pragmatismo muy exagerado para decidir que, ya puestos, mejor que tenga a su alcance "solo" un cuchillo que un rifle de repetición.
Pero dejemos al loco, bajemos dos escalones, pasemos al sujeto sencillamente airado, brevemente alterado. Las armas de fuego contribuyeron a fundar Estados Unidos, un país relativamente joven, y de ahí el agradecimiento que aún les presta la Constitución. Las armas de fuego suelen quedar bien en las películas, resultan "cool". Y dan distancia: no es lo mismo salpicarte de sangre en la inmediatez del apuñalamiento que disparar limpiamente a cinco, siete, diez metros... Por todos esos motivos, las armas de fuego resultan particularmente peligrosas. Según cómo, tras una discusión de tráfico, durante una pelea familiar, se hace más sencillo psicológicamente ir a por tu pistola que soltar un puñetazo. Muchas, muchísimas son las personas, en Estados Unidos como en cualquier otra parte del mundo, que carecen de la madurez y la frialdad como para poseer un arma de fuego. Por ello, principalmente, las armas de fuego no deberían estar al alcance del común de la población.
Volvamos ahora a Connecticut. O a Virginia Tech. O a Columbine. Y ejerzamos el demagógico arte de la comparación. Una somera búsqueda de Google ofrece varios resultados chinos: tres niños muertos, siete niños muertos, otros siete niños muertos, veintinueve niños y tres adultos apuñalados... Aterrador, te hiela la sangre. Pero en Columbine fueron 13, los asesinados. En Virginia Tech, 32. En Connecticut, 26. ¿Se puede medir ese salto? Pues sí. Porque cada una de esas muertes es una tragedia, en la China como en Estados Unidos como en Marte. Pero hay un espacio donde la tragedia no se consuma, donde el arma blanca no logra llegar, donde la vida sigue. No se trata de poner muertes en cada plato de la balanza, sino de algo mucho más difícil: distinguir las vidas que han escapado a ese desastre particular, las vidas que permanecen. Pero Estados Unidos no lo comprenderá. Porque Estados Unidos, claro, es una tragedia de Ibsen amplificada por el altavoz sangriento de Shakespeare.
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