Es harto probable que quien se enfrente a El exorcista: El comienzo abandone su visionado pidiendo a gritos no ya un crucifijo, sino una no menos gloriosa aspirina. Precuela incompleta que ha visto la luz gracias a la generosidad del mercado en DVD (su realizador, Paul Schrader, fue substituido por Renny Harlin, quien firmó la versión estrenada en cine), escrita patosamente, montada con cierta parte terminal de la anatomía humana, con efectos especiales de serie de Tele 5 y de la que cuesta un vómito creer que haya sido fotografiada por Vittorio Storaro, Dominion (en el original) acierta al menos, como suele suceder en la filmografía de Schrader, a la hora de capturar la angustia vital del sujeto religioso judeo-cristiano. No es que Stellan Skarsgård se luzca en la piel del padre Lancaster Merrin (a quien daría vida Max von Sydow en el film de William Friedkin), del mismo modo que el prólogo desencadenante de la culpa roza lo evidente (hay nazis, no diré más), pero aún así Schrader se las apaña para transmitir el único mensaje que le interesa (o que las circunstancias le permiten): en este mundo diseñado a partir del pecado original, el dolor y el arrepentimiento son nuestros aliados. Porque no hay culpa sin conciencia, y, desde luego, no hay conciencia sin culpa. Es así que, mientras un sosias calvo de Ronaldinho, los ojos rojo brillante y la garganta de cantante de death metal, hace trastadas en una aldea del Nairobi de 1947, cierta poesía noreuropea y atemporal brota de la pantalla. El hombre es un lobo para el hombre, claro. Pero, calvinistas o no, el peor enemigo habita siempre de sienes para adentro.
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