viernes, junio 17, 2005

Lápidas de celuloide (2)

Curioso. Enumeraba, hace algunos entradas, las salas de cine de mi infancia-adolescencia-primera madurez (¿?) que han pasado a peor vida. Y, aunque guardo nítida memoria de sus recepciones, taquillas e interiores, me descubrí incapaz de recordar la actual dedicación de muchos de los inmuebles que las albergaron. Inmuebles ante los que paso, cuando menos, una vez por semana; en algún caso, una vez al día. Como si, cada vez que mi vista se pasea por la última manzana de Travessera de Gràcia antes de llegar a Via Augusta, viera un reflejo del vetusto y minimalista Arkadin antes que los verdes paneles del negocio de bocatas rápidos que hoy allí existe. La mente es un tozudo animal de costumbres. Y yo, un sentimental.

De modo paralelo, me maravilla haber omitido la sala junto a la que viví durante varios años: cómo se nos escurre lo evidente, Señor… Llevaba el nombre de mi (nuestra) calle, Balmes, y a ella acudí, por ejemplo, a una sesión de Hoosiers, más que ídolos, tras pasar dos horas bajo observación en la Clínica Dexeus: durante una visita a mi señora madre, convaleciente tras el parto de mi en la actualidad adolescente hermana, sediento yo me lancé a beber del vaso que había sobre la mesita de noche. Vaso que contenía agua, sí, pero también una dosis de líquido reductor de la matriz. Previendo el chiste fácil, añadiré que no se produjo reducción ninguna en parte alguna de mi anatomía. Y concluiré, toda vez publicitada la anécdota, señalando mi desazón vital al descubrir que tras varios años de lúgubre reposo, del esqueleto del Balmes está brotando estos días un modernísimo gimnasio.

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