Bajo por la calle Major de Sarrià (1) y me detengo ante una panadería que hay a mano derecha (2). La persiana se encuentra a medio bajar, pero veo que están aún atendiendo a gente así que me agacho y entro. Las paredes son blancas, los muebles son blancos, incluso la luz tiende al blanco (3). Cuando llega mi turno, señalo una de las pastas en exposición, una especie de coca de brioche, y pregunto si la tienen con pera por encima. En ese momento, la dependienta me señala asustada. Bajo la mirada y veo que mi camisa blanca luce un tremendo manchurrón de sangre en la zona del esternón y que el líquido está incluso goteando al suelo. "Me han disparado", pienso, y miro hacia la calle vacía buscando la procedencia de la bala. Al levantar la tela, no obstante, constato que se trata de una herida superficial, absurdamente aparatosa. Aún así me echo atrás, me apoyo contra la pared y me deslizo hasta sentarme en el suelo, ligeramente mareado. Nadie viene a socorrerme, pero eso no me produce la menor angustia. Por el contrario, ante la alarma del niño de 7 u 8 años que esperaba turno junto a su madre (ella queda en un segundo plano, borrosa, imposible determinar sus rasgos), me pongo a bromear, le digo que no tiene por qué asustarse, que todo está bien (4). Despierto (y 5).
(1) Uno de los escenarios recurrentes de mi infancia. Vivía a cinco minutos y bajaba por ella a diario cuando regresaba de la escuela. Últimamente forma parte también de mis recorridos de footing.
(2) Lo comprobé anteayer: ese local exacto está ocupado a día de hoy por una sucursal del BBVA. No me consta que haya sido jamás una panadería.
(3) Como si de un hospital se tratara, sí.
(4) Hace algunos días, en un muro facebookiano ajeno, comenté que, caso de regresar al pasado y encontrarme con mi yo de 10 años de edad, le diría aquello de que todo irá bien, y añadía: "No
porque sea cierto necesariamente (que tampoco me quejo), sino porque no
he encontrado mejor cosa que pensar en la vida y me ahorraría muchas
ansias".
(5) La tarde anterior a este sueño leí los últimos dos capítulos de Mortalidad (Debate), recopilación de los artículos donde Christopher Hitchens contó para Vanity Fair su año y pico como enfermo del cáncer que al final se lo llevó a la tumba. Tras mucho pensarlo, intuyo que el niño de la panadería es mi yo emocional tal y como el protagonista era mi yo intelectual (o quizá hedonista: los placeres de la comida y tal), y que el segundo, tras un momento de pánico inicial, aceptaba el fin de las cosas (quizá incluso de la vida) e intentaba hacérselo más llevadero al primero.
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