Cuando uno enseña a un niño a escribir, ignora si ese niño acabará ejerciendo de beatífico misionero y dedicando su vida a los demás o entrando en un centro comercial con un AK-47 y asesinando a decenas de personas. Existe la intuición (quizá meramente la esperanza) de que cuanto más conocimiento humanista albergue el chaval, más le costará caer en la irracionalidad que implica desplegar una violencia ciega contra el prójimo. En ocasiones, no obstante, toda educación se revela insuficiente. Contraproducente, incluso, pues su receptor acaba sirviéndose de ella para propagar a través de las bellas artes sus obscenas convicciones. Convendremos en que la cultura, un cierto grado de cultura, no garantiza gran cosa.
También sorprende que, de tanto en tanto, sean las ciencias más preocupadas por el bienestar del ser humano las que arrojan los peores monstruos a la arena de la historia. Josef Mengele era médico, pero eso no le impidió torturar y exterminar a centenares de internos de los campos de concentración nazis entre 1941 y 1945. Y, cincuenta años después, el psiquiatra Radovan Karadzic fue responsable de la limpieza étnica serbia durante la guerra de Bosnia, política genocida que se saldó con 250.000 asesinatos. En ambos casos, el criminal se sirvió de su formación y títulos para propulsarse en un doble salto mortal hacia la locura y la destrucción. Es probable que la semilla del psicópata anidara en sus genes mucho antes de que recibieran la primera lección universitaria. Pero resulta posible a su vez que la suma de conocimientos (y el carácter muchas veces selectivo de lo que aprendemos) condujera a una magnificación del ego que habría de revelarse trágica para el común de la humanidad.
También sorprende que, de tanto en tanto, sean las ciencias más preocupadas por el bienestar del ser humano las que arrojan los peores monstruos a la arena de la historia. Josef Mengele era médico, pero eso no le impidió torturar y exterminar a centenares de internos de los campos de concentración nazis entre 1941 y 1945. Y, cincuenta años después, el psiquiatra Radovan Karadzic fue responsable de la limpieza étnica serbia durante la guerra de Bosnia, política genocida que se saldó con 250.000 asesinatos. En ambos casos, el criminal se sirvió de su formación y títulos para propulsarse en un doble salto mortal hacia la locura y la destrucción. Es probable que la semilla del psicópata anidara en sus genes mucho antes de que recibieran la primera lección universitaria. Pero resulta posible a su vez que la suma de conocimientos (y el carácter muchas veces selectivo de lo que aprendemos) condujera a una magnificación del ego que habría de revelarse trágica para el común de la humanidad.
No satisfecho con hazañas como la del sitio de Sarajevo (cómo estarlo, si quedan tantos y tantos musulmanes en pie), el fugitivo Karadzic se dedica ahora a las letras, y acaba de publicar en Serbia La milagrosa crónica de la noche, obra que viene cosechando un notable éxito popular y que ha sido seleccionada entre los finalistas de la Flor de Oro, principal galardón literario del país. Junto a ella, en las listas de más vendidos, aparece por cierto Trinchera de hierro, novela bélica que firma Milorad Ulemek, el sangrantemente célebre Legija (o Legión), brazo tan ejecutor como impasible de la solución final ideada por el anterior y, de paso, responsable del magnicidio de Zoran Djindjic. Hermosa pareja de baile para encontrar en los salones libreros. Más allá de la visión que están perpetuando (generadora desde ya de tendencias revisionistas y teorías sobre la conspiración anti-serbia en Occidente), uno se pregunta qué se habrá hecho de los profesores que intentaron instruir a los pequeños Rado y Milo en sus más párvulos días. Dan ganas de celebrar con ellos su éxito a la hora de enseñarles a escribir. También, de llorar con muchos otros el que su formación resultara impermeable a tantos y tan imprescindibles valores humanos.
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