Se embarca Finding Neverland en diversas empresas, y no de todas ellas sale victoriosa. Las relaciones entre James Matthew Barrie y la familia Llewelyn-Davies llevan el peso del relato, y lo hacen (para sorpresa de un servidor) con las dosis adecuadas de sentimentalismo, limitando la tan sórdida como elemental duda popular a los comentarios de algún personaje periférico (a fin de cuentas, sobre Barrie no se cierne el peso de la evidencia, como sí sucede en el caso de Lewis Carroll). Apenas se profundiza en el síndrome de Peter Pan del escritor, una presencia poco definida pese a los esfuerzos de Johnny Depp por prestarle el debido acento escocés. Y, en cambio, también de forma consecuente, acierta el guión en las dos o tres pinceladas que al oficio de escritor dedica. Mary Ansell Barrie abandona a su marido por las atenciones que éste dedica a Sylvia Llewelyn-Davies y sus retoños, pero su malestar tiene origen en el hecho de haberse casado con una persona que pasa ocho horas al día encerrada en su despacho, escribiendo, y que jamás acaba de regresar a la realidad pues, terminada la jornada laboral, en el interior de su cabeza sigue desarrollando su historia y puliendo las voces hasta entonces escogidas. En una de las secuencias más transparentes a la par que reveladoras del film, Mary justifica su desazón vital: “al casarme contigo, pensé que me llevarías a ese lugar mágico donde encuentras las palabras”. Y James Matthew responde: “Tal lugar no existe”. A diferencia de Neverland, podría haber añadido. Pero los terrenos de Neverland pertenecen al condominio de la genialidad de Barrie, no al más general contexto de la dedicación literaria en términos profesionales. Al igual que su famosa criatura, Barrie es una figura trágica. Se da en él un desencuentro existencial entre deseo y realidad; la infancia, quizá el período más marcado de nuestras vidas, es también el que antes y más radicalmente se presta a desaparecer. De forma harto lacaniana, el escritor sublima una ausencia a través de la palabra. Y, en la palabra, sirviéndose de una segunda parte contratante (aquí la audiencia infantil), tal ausencia se vuelve presencia. Presencia fantástica, imaginada, pero presencia al fin y al cabo.
Tal es el gran éxito de Barrie. Un triunfo que Finding Neverland transmite de forma notable. Lástima que no acierte a mostrar con igual intensidad la otra cara de la moneda. Porque la lucha contra el tiempo es una causa perdida. Al no revelarnos el dolor que de esa batalla diaria se deriva, la aceptación del desastre, el escritor queda retratado como un ingenuo, un iluso, un Quijote que se siente capaz de vencer a la muerte (la ausencia definitiva, ya del objeto ya de la palabra). Barrie el poeta se convierte en Barrie el iluminado. Y quizá Barrie fuera, en efecto, un pobre loco. Pero intuirlo consciente de su derrota otorga un brillo especial a esa vieja figura de verde uniforme que, noche tras noche, sigue asomando más allá del ventanal de nuestros sueños.
No hay comentarios:
Publicar un comentario