En este mundo de símbolos, la hermenéutica debe antojársenos imprescindible. Una disciplina falible, escasamente científica si se quiere, pero vital para moverse en el brutal choque de códigos que caracteriza la post-posmodernidad. Cualquiera con dos nociones de lingüística sabe de los muchísimos puntos débiles que caracterizan la comunicación. Que el mensaje pueda ser analizado lejos de su marco contextual es una utopía largamente superada (las connotaciones de un “tengo hambre” mientras entras en la cocina son unas; decir “tengo hambre” en el lecho, junto a tu pareja, esbozando una sonrisa libidinosa y arqueando las cejas... en fin, que descomedimientos al margen estaríamos trabajando sobre un significado bastante diferente). En última instancia, además, todo está sujeto a convención: nos detenemos ante un “Stop” por conocimiento extrínseco, previo, no debido directamente a la forma hexagonal, color rojo y cuatro letras blancas impresas en el centro de esa señal. Cuando una de las partes desconoce el acuerdo general implícito se produce una decodificación plagada de errores (o divergencias entre la voluntad del emisor y la inferencia del receptor). Y así es más que posible que tu pareja, en vez de despojarse del negligé, se levante del lecho para prepararte un bocata de mortadela, o que te dejes la piel en un cruce de carretera.
Sentado todo ello, debo manifestar que siempre he sido firme creyente en la necesidad de un diálogo para solucionar el así llamado conflicto vasco. Durante mucho tiempo, ingenuo de mí, supuse que las partes negociadoras debían ser repartidas entre el gobierno español y ETA, que el fin de la violencia y una serie de reconocimientos para con Euskadi acabarían con esta situación anacrónica que demasiadas vidas se ha cobrado ya. A continuación intuí, ágil yo, que la amenaza de matar resulta de una obscenidad tal que no hay contraoferta que valga. ETA debía desaparecer de la ecuación, pero no así los partidos nacionalistas vascos que con más o menos trampas se hubieran mantenido fieles al juego democrático. Y suspiré por la aparición de un Gerry Adams en el seno de HB (o Batasuna, o como quiera que se llame a día de hoy). Pero he aquí que la justicia demostró que la connivencia entre HB (Batasuna, etc.) y ETA iba más allá de lo meramente ideológico, y la representación política de un pequeño pero significativo espectro de la población vasca quedó ilegalizada. En fútbol, la progresiva expulsión de jugadores desemboca en una suspensión del partido. ¡Pero quedaba una última opción! ¿Y si el Plan Ibarretxe sirviera para conducir a posiciones más moderadas a ese Euskadi violento y profundo que sigue creyéndose necesitado de violencia para subsistir? ¿Y si una reforma planteada desde la democracia devolviera a la sociedad vasca al modus operandi más civilizado, a un marco para el debate no salpicado de sangre, a un ámbito donde la mayoría decide y la minoría se presta al activismo socrático en espera de tiempos mejores para sus convicciones? Pero el asunto salió tarado de fábrica cuando el lehendakari tramitó su propuesta gracias a tres votos de Batasuna. Y, cada vez que el PNV ha defendido (con gesto cínicamente electoralista) el derecho del radicalismo vasco a concurrir a las próximas elecciones autonómicas, el Plan ha sumado nuevas grietas.
Sentado todo ello, debo manifestar que siempre he sido firme creyente en la necesidad de un diálogo para solucionar el así llamado conflicto vasco. Durante mucho tiempo, ingenuo de mí, supuse que las partes negociadoras debían ser repartidas entre el gobierno español y ETA, que el fin de la violencia y una serie de reconocimientos para con Euskadi acabarían con esta situación anacrónica que demasiadas vidas se ha cobrado ya. A continuación intuí, ágil yo, que la amenaza de matar resulta de una obscenidad tal que no hay contraoferta que valga. ETA debía desaparecer de la ecuación, pero no así los partidos nacionalistas vascos que con más o menos trampas se hubieran mantenido fieles al juego democrático. Y suspiré por la aparición de un Gerry Adams en el seno de HB (o Batasuna, o como quiera que se llame a día de hoy). Pero he aquí que la justicia demostró que la connivencia entre HB (Batasuna, etc.) y ETA iba más allá de lo meramente ideológico, y la representación política de un pequeño pero significativo espectro de la población vasca quedó ilegalizada. En fútbol, la progresiva expulsión de jugadores desemboca en una suspensión del partido. ¡Pero quedaba una última opción! ¿Y si el Plan Ibarretxe sirviera para conducir a posiciones más moderadas a ese Euskadi violento y profundo que sigue creyéndose necesitado de violencia para subsistir? ¿Y si una reforma planteada desde la democracia devolviera a la sociedad vasca al modus operandi más civilizado, a un marco para el debate no salpicado de sangre, a un ámbito donde la mayoría decide y la minoría se presta al activismo socrático en espera de tiempos mejores para sus convicciones? Pero el asunto salió tarado de fábrica cuando el lehendakari tramitó su propuesta gracias a tres votos de Batasuna. Y, cada vez que el PNV ha defendido (con gesto cínicamente electoralista) el derecho del radicalismo vasco a concurrir a las próximas elecciones autonómicas, el Plan ha sumado nuevas grietas.
Recientemente hemos sabido que Txeroki, máximo responsable de ETA, estima oportuno que, en la actual tesitura, sus comandos pongan más muertos “sobre la mesa”. Mensaje moralmente abominable que quizá valga la pena recuperar en el terreno de la semántica. ¿De qué mesa habla Txeroki? De la mesa de negociación, inferimos. Será que ETA quiere negociar... Pero, ¿no habíamos intuido, y no han dejado suficientemente claro los sucesivos gobiernos españoles, que no hay negociación posible con cadáveres sobre la mesa? Ante quienes esgrimen el código de la amenaza y la muerte, un código exiliado y exiliante de todo orden social, sólo cabe una respuesta: la represión por parte de los correspondientes órganos democráticos, siempre rigiéndose a partir de las debidas formas democráticas. Ahora bien, algo más allá... ¿Qué efecto busca crear Txeroki? Conocidos el emisor y el contenido del mensaje, nos resta identificar a su receptor. Se trataba, en primera instancia, del activista Javier Pérez Aldunate, quien por cierto había detenido su labor terrorista para no perjudicar la negociación que él suponía se estaba dando entre la banda y el estado. En segunda instancia, es lícito presumir que Txeroki se dirigía al abanico de los suyos, a la esfera del radicalismo vasco. La negociación implica un tú a tú entre ETA y el gobierno (cuando hoy día la balanza de poder se encuentra descaradamente a favor del estamento oficial), habla de partidas y contrapartidas, del reconocimiento de lo válido de tus reclamaciones y de un futuro de consecuciones políticas. La mesa de Txeroki es para ellos una tierra prometida, es el Walhalla, el Paraíso lleno de mujeres vírgenes con que una mafia de asesinos intenta seguir granjeándose los favores de la sociedad, de su sociedad. Para nosotros, la mesa de Txeroki es un concepto trampa, un infierno de miembros despedazados y tiros en la nuca. Muchos ejemplos se pueden extraer del proceso irlandés. Uno, quizá el principal, es que el terrorismo nacionalista persigue ante todo su propia persistencia, que su persistencia se basa en el poder, que ese poder se debe tanto al ejercicio de la violencia como al apoyo popular a sus coartadas políticas, y que, incluso una vez superadas tales coartadas políticas, los terroristas seguirán ejerciendo la violencia mientras no se vean obligados a abandonarla. Pero otro ejemplo no menos trascendental es el de necesidad de una negociación. No con ETA, eso queda claro. Pero sí con quienes creen en ella y le sirven de sostén, aquellos que votan abertzale pero que nunca se harán al monte para aprender a asesinar al prójimo. La hidra del conflicto vasco pide a gritos que guillotinen una de sus cabezas, pero hay otras que deben ser atendidas y comprendidas. Nuestra única responsabilidad radicará en saber dar (y tratar) con ellas.
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