Me hallo en un crucero atlántico y tirando a septentrional. Durante una conversación nocturna, me comentan que el barco dispone de una piscina con agua de mar que se encuentra a una temperatura de menos cinco y expreso mis deseos de visitarla. A la mañana siguiente, bajo un sol espectacular, me descubro en una suerte de pedaló: lo conducen dos personas y yo estoy en la parte de atrás, una plataforma sumergida de cuatro o cinco metros de ancho, lo que me da la opción de hacer pie pero a la vez bañarme en algo más de metro y medio de agua (no tan helada, por cierto). A mi izquierda, de repente, veo a un inmenso siluro (que identifico como un Gran Blanco) atravesando la plataforma. Doy la voz de alarma y salimos a toda velocidad de regreso al barco. Corte a mi camarote. Me asomo y veo en la cubierta a varios periodistas que quieren entrevistarme y que ya están hablando con los conductores del pedaló, cuyos restos flotan despedazados en el agua. Ahí descubro que los conductores son mis padres y que yo soy una niña rubia.
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