Ricardo Menéndez Salmón firma en La Nueva España una muy positiva reseña del Richard Yates de Tao Lin y, cobijándose bajo su ramaje, desde el Facebook de Héroes Modernos / Alpha Decay se lanza la siguiente dedicatoria con lacito:
En mayo, Qué Leer dedicará su polémica crítica a este Richard Yates. Desde el rincón azul, Antonio J. Rodríguez celebra el libro. En el rojo, Antonio Lozano lo aborrece. Más cercano (tanto que se sube en sus zapatos) del segundo, es sabido, servidor no puede dejar de considerar una de las lanzas que rompe el primero, relativa a la "dimensión afectiva del relato". Obviamente, Tao Lin ha tocado un nervio. Hay quien se reconoce en sus personajes, hay quien encuentra vacíos propios amplificados en esta ficción ajena; también hay quien, como Menéndez Salmón, le celebra el carácter de "radiografía". Pienso en todo ello, pueden creerme. Intento valorarlo. Obviamente lo respeto. Pero, ante la vacuidad de la forma, los "odres nuevos" se me antojan mera anécdota, se agotan en sí mismos (hoy es Gmail; mañana, Twitter o una serie de canciones enlazadas por Spotify, tanto da). Y no necesito negar la existencia de criaturas como Haley y Dakota, como no pretendo descalificar sus emociones. Sucede que, a diferencia de los agónicos amores entre Romeo y Julieta, de los angustiados paseos neoyorquinos de Holden Caulfield, del brutal egocentrismo de Patrick Bateman, jamás logro interesarme por lo que Tao Lin me cuenta, jamás me siento llevado por el modo en que me lo cuenta; me aburro terriblemente con él, ese Gran Pecado Capital a ojos hitchcockianos, y le adjudico gran parte de la culpa por la desgana (para más inri voluntaria, afectada, propia de una pose pretendidamente cool) con que lleva a cabo su parte del contrato.
Entrecomillado sublime para todos los D-Tractores de RICHARD YATES: "Tao Lin resulta, en efecto, tan directo que a menudo parece simbólico, y su obra, que ha merecido marbetes incendiarios y algo estúpidos -«El Kafka de la generación Facebook»-, no necesita de aquelarres comerciales para sostenerse como lo que es: una estupenda radiografía del malestar como destino y una magnífica demostración de que el viejo arte de novelar se contiene siempre en odres nuevos."Sin el menor ánimo de polemizar con el autor de La ofensa, más consciente que muchos apólogos taolinescos de que la opinión no es un ladrillazo (se lanza la propia y se esquiva la ajena; en el mejor de los casos, levantamos muros con las que consideramos afines), este ladrador crepuscular constata que las visiones positivas de Richard Yates tienden a considerar lo que se cuenta frente al cómo se cuenta, opción perfectamente válida que, no obstante, llevada a un extremo, haría que más de un fanático madridista considerara Marca como literatura de primera calidad -o, en términos menos demagógicos, convertiría la serie Jackass, cuyos protagonistas son la versión cazurra del Haley Joel Osment de Tao Lin, en una cumbre de la televisión y el séptimo arte.
En mayo, Qué Leer dedicará su polémica crítica a este Richard Yates. Desde el rincón azul, Antonio J. Rodríguez celebra el libro. En el rojo, Antonio Lozano lo aborrece. Más cercano (tanto que se sube en sus zapatos) del segundo, es sabido, servidor no puede dejar de considerar una de las lanzas que rompe el primero, relativa a la "dimensión afectiva del relato". Obviamente, Tao Lin ha tocado un nervio. Hay quien se reconoce en sus personajes, hay quien encuentra vacíos propios amplificados en esta ficción ajena; también hay quien, como Menéndez Salmón, le celebra el carácter de "radiografía". Pienso en todo ello, pueden creerme. Intento valorarlo. Obviamente lo respeto. Pero, ante la vacuidad de la forma, los "odres nuevos" se me antojan mera anécdota, se agotan en sí mismos (hoy es Gmail; mañana, Twitter o una serie de canciones enlazadas por Spotify, tanto da). Y no necesito negar la existencia de criaturas como Haley y Dakota, como no pretendo descalificar sus emociones. Sucede que, a diferencia de los agónicos amores entre Romeo y Julieta, de los angustiados paseos neoyorquinos de Holden Caulfield, del brutal egocentrismo de Patrick Bateman, jamás logro interesarme por lo que Tao Lin me cuenta, jamás me siento llevado por el modo en que me lo cuenta; me aburro terriblemente con él, ese Gran Pecado Capital a ojos hitchcockianos, y le adjudico gran parte de la culpa por la desgana (para más inri voluntaria, afectada, propia de una pose pretendidamente cool) con que lleva a cabo su parte del contrato.
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