Hasta el momento, las cicatrices de David Vann se habían plasmado literariamente sobre la geografía de la Alaska insular: Sukkwan fue donde su padre se voló la tapa de los sesos; Caribou, donde la madre de su madrastra asesinó a su marido y se suicidó. El escenario de Tierra, pues, no podría ser más diverso: el tórrido Valle Central californiano. Y, aún así, los surcos que atraviesan su quemada superficie vuelven a antojársenos heridas abiertas; si no sangrientas, supurantes. Hay realidad de fondo: al igual que Galen, su “héroe”, Vann fue en los 1980 seguidor de la espiritualidad New Age, tal y como lleva a día de hoy varios años sin hablarse con su madre. Ahí, el desencuentro que preside la novela, con una doble herencia familiar (pecuniaria por un lado, traumática por el otro) y una prima adolescente cuya sexualidad explosiva prenderá la mecha de la tragedia. Los ingredientes no ofrecen respiro y su puesta en escena, menos. Frente a la dispersión que afectaba a Caribou (el mismo escritor confesó que hasta la página 100 no supo quién era el protagonista del relato), Tierra regresa a los parámetros de Sukkwan: un único personaje principal zarandeado por su circunstancia, abocado a un desastre que el paisaje a su alrededor no hace más que amplificar. Y el libro vuelve a doler, se nos clava de nuevo en toda su sincera desnudez, deja el poso de la experiencia a la que no queremos renunciar, pero que tampoco deseamos repetir. Hasta el próximo Vann, claro.
(Esta reseña apareció en el número de marzo de Go Mag.)
(Esta reseña apareció en el número de marzo de Go Mag.)
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