Mi abuela paterna, que dice no creer en fantasmas con una expresión facial que en parámetros croatas debe de ser paralela al galaico “pero haberlas, haylas”, ha recibido a lo largo y ancho de su vida un mínimo de tres visitas de ultratumba. Siempre de noche, siempre interrumpiendo su sueño. La primera, siendo ella niña, vino precedida de un ruido de pasos y tuvo por protagonista a su tía Milica (pronúnciese “Mílitsa”), que se presentó bajo un llamativo contraste: el rostro oscurecido y el cabello rubio brillante. La pobre muchacha, fallecida con veintipocos años a causa de unas fiebres, no dijo palabra; optó sabiamente por evaporarse cuando mi abuela chilló hasta despertar tanto a su hermana Beba, con quien compartía lecho, como al resto de la casa. El segundo encuentro tuvo lugar a los pocos días de morir su ex marido, mi abuelo, cuando el finado hizo ademán de introducírsele bajo las mantas (con intenciones calenturientas) y ella procedió a echarlo (con cajas más bien destempladas). Y he aquí que, hace apenas un par de semanas, mi abuela notó de madrugada unos golpecitos en la pierna. Al girarse de mal humor, convencida de que se trataba de su hija, dio con una mujer que sentada a su lado la miraba con expresión quizá triste, quizá sencillamente expectante. Por ser una imagen surgida del pasado, tardó algunos segundos en reconocerla. Pero lo hizo, no podía ser de otro modo pues se trataba de su propia madre, mi bisabuela, con el aspecto que lucía en la cincuentena, hace cuatro décadas largas. Entonces intentó darle la mano, pero sus dedos traspasaron la superficie ectoplásmica y la visitante procedió a difuminarse hasta desaparecer en la oscuridad de la habitación...
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