Por conocer la historia diez veces (y haberla olvidado en idéntico número de ocasiones), disfruté anoche virginalmente de El mercader de Venecia shakesperiano en su más reciente adaptación al cine, que ha corrido a cargo del muy solvente Michael Radford. De nuevo, me encontré pensando que no es un drama tan antisemita como lo pintan (Pacino, además, humaniza la figura de Shylock a extremos dolorosos). Hasta ese acto cuarto, escena primera, donde de repente el Bardo parece dar la mano a sus personajes gentiles para congratularse y regodearse junto a ellos ante la desgracia y la humillación del obcecado usurero.
Sea como fuere, tres siglos y medio antes de la Solución Final y la consiguiente creación del estado de Israel, cuán sagaz se muestra el amigo Will al señalar los peligros que subyacen a la pésima pedagogía desplegada por la Europa católica para con el apaleado pueblo judío. Y es que todo lo peor que se ha vivido en Palestina durante los últimos cincuenta años deriva de nuestras propias enseñanzas:
“I am a Jew. Hath not a Jew eyes? Hath not a Jew hands, organs, dimensions, senses, affections, passions? Fed with the same food, hurt with the same weapons, subject to the same diseases, heal’d by the same means, warm’d and cool’d by the same winter and summer, as a Christian is? If you prick us, do we not bleed? If you tickle us, do we not laugh? If you poison us, do we not die? And if you wrong us, shall we not revenge? If we are like you in the rest, we will ressemble you in that. If a Jew wrong a Christian, what is his humility? Revenge. If a Christian wrong a Jew, what should his sufferance be by Christian example? Why, revenge. The villainy you teach me, I will execute; and it shall go hard but I will better the instruction.”
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