En respuesta a dos posts del amigo Alvy Singer (éste y éste), referidos ambos a la Trilogía del Mal de Ricardo Menéndez Salmón (la que integran La ofensa, Derrumbe y El corrector, obras publicadas todas ellas por Seix Barral), se me ocurren un par de breves reflexiones.
1) Ante todo, quizá se incide demasiado poco en la formación filosófica del escritor asturiano. Tanto en su sentido de lo trágico en general como en su uso particular de ciertas imágenes que, más que mccarthyanas, calificaría de nietzscheanas. Sucede que Nietzsche ha sido asumido por el imaginario colectivo como personaje literario. Y Menéndez Salmón es un autor del todo contemporáneo con el que, por decir algo, podemos compartir unas cañas en una terraza sevillana durante un congreso de "jóvenes escritores". De ahí la sensación de anacronismo, que no pocas veces ha sido catalogada de "afectación".
2) La Trilogía del Mal es una obra de símbolos -no se puede abordar de otro modo, cuando menos desde la narrativa de ficción, un concepto tan absoluto-. Celebramos su ambición, pero no podemos dejar de reconocer que la cosa funciona mejor desde lo tangencial que cuando se zambulle de lleno en el asunto.
La ofensa, el más acertado título de los tres, obra que Alvy califica como "per-fec-ta", reproduce el horror nazi a partir de un único suceso, la quema de una iglesia llena de gente, y con gran inteligencia le añade un efecto espiral en la psicología del protagonista (testigo en lo moral pero ejecutor en lo estético), con una última parte ambientada en Londres que, entre ecos de David Lynch, nos transmite el horror conradiano a la par que nos permite amplificar la tragedia gracias a la perspectiva y distancia cronológica que de ella nos separa.
Derrumbe, por el contrario, da voz de primera persona a todo un asesino en serie; un personaje que, carente del sentido del absurdo que redimía a Patrick Bateman, arrastra consigo a los demás protagonistas por una senda difícilmente transitable: de lo que no es no se puede hablar, dijo Wittgenstein, y el Mal Absoluto difícilmente nos resultará comprensible como entidad (sí como atmósfera; de ahí que la novela crezca en su segunda parte, con ese atentado que anticipa el tercer título de la serie).
El corrector, término medio entre las dos obras precedentes, regresa a lo tangencial a través del carácter testimonial de su protagonista y el tono doméstico de la narración. El Mal es lo que se cuela en nuestras casas a través de las noticias para envenenar nuestra existencia: el demonio que nos convierte en endemoniados. De nuevo la reacción particular permite que amplifiquemos el desastre colectivo. Y, una vez más, la propuesta cojea cuando recurre a una voz empantanada en el 11-M, la del amigo a cuyo dolor extremo el corrector del título no hace más que contestar con sus propias disquisiciones filosóficas: error de humanidad que define un fin de saga tan interesante como imperfecto.
1) Ante todo, quizá se incide demasiado poco en la formación filosófica del escritor asturiano. Tanto en su sentido de lo trágico en general como en su uso particular de ciertas imágenes que, más que mccarthyanas, calificaría de nietzscheanas. Sucede que Nietzsche ha sido asumido por el imaginario colectivo como personaje literario. Y Menéndez Salmón es un autor del todo contemporáneo con el que, por decir algo, podemos compartir unas cañas en una terraza sevillana durante un congreso de "jóvenes escritores". De ahí la sensación de anacronismo, que no pocas veces ha sido catalogada de "afectación".
2) La Trilogía del Mal es una obra de símbolos -no se puede abordar de otro modo, cuando menos desde la narrativa de ficción, un concepto tan absoluto-. Celebramos su ambición, pero no podemos dejar de reconocer que la cosa funciona mejor desde lo tangencial que cuando se zambulle de lleno en el asunto.
La ofensa, el más acertado título de los tres, obra que Alvy califica como "per-fec-ta", reproduce el horror nazi a partir de un único suceso, la quema de una iglesia llena de gente, y con gran inteligencia le añade un efecto espiral en la psicología del protagonista (testigo en lo moral pero ejecutor en lo estético), con una última parte ambientada en Londres que, entre ecos de David Lynch, nos transmite el horror conradiano a la par que nos permite amplificar la tragedia gracias a la perspectiva y distancia cronológica que de ella nos separa.
Derrumbe, por el contrario, da voz de primera persona a todo un asesino en serie; un personaje que, carente del sentido del absurdo que redimía a Patrick Bateman, arrastra consigo a los demás protagonistas por una senda difícilmente transitable: de lo que no es no se puede hablar, dijo Wittgenstein, y el Mal Absoluto difícilmente nos resultará comprensible como entidad (sí como atmósfera; de ahí que la novela crezca en su segunda parte, con ese atentado que anticipa el tercer título de la serie).
El corrector, término medio entre las dos obras precedentes, regresa a lo tangencial a través del carácter testimonial de su protagonista y el tono doméstico de la narración. El Mal es lo que se cuela en nuestras casas a través de las noticias para envenenar nuestra existencia: el demonio que nos convierte en endemoniados. De nuevo la reacción particular permite que amplifiquemos el desastre colectivo. Y, una vez más, la propuesta cojea cuando recurre a una voz empantanada en el 11-M, la del amigo a cuyo dolor extremo el corrector del título no hace más que contestar con sus propias disquisiciones filosóficas: error de humanidad que define un fin de saga tan interesante como imperfecto.
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