Prosigue la tiñosa pataleta aznarial con un vídeo de catorce minutos sobre el 14-M, obra que ha promovido la FAES (Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales) y que lleva el dramático título de Tras la masacre. Cabe decir que servidor no lo ha visionado, y que ha sabido de su existencia y contenido a través de los medios de comunicación. Cabe añadir que nada novedosas parecen sus tesis, pues nada sumarían al discurso con que el PP lleva machacando nuestros oídos desde hace más de un año. Que la sombra de ETA es tan alargada que bien podría cubrir también los sucesos del 11-M. Que el PSOE aprovechó (cuando no organizó) el peor atentado de nuestra historia para hacerse con el poder. Que los entonces gobernantes no escondieron datos a la opinión pública, que jamás marearon la perdiz, que de lo ajustado de su actuación es prueba el que en menos de sesenta horas se produjeran las primeras detenciones de sospechosos. Etcétera.
Pero dejemos la bilis de lado, al menos por un rato.
Centrémonos en un aspecto de aquellas jornadas que quizá convendría clarificar.
Pocas semanas antes de las elecciones presidenciales, José Luis Rodríguez Zapatero I, el Iluminado, anunció que no gobernaría en caso de sumar menos votos que su rival directo. Recordemos las críticas que aquella justa declaración le valió. Parecía un suicidio político. Y es que, por más que el Partido Socialista venía recortando distancia en las encuestas, todo apuntaba a que sería el Partido Popular quien obtendría una mayor cantidad de papeletas. Zapatero cerraba las puertas a un pacto como el que había entregado la Generalitat de Catalunya a Pasqual Maragall I, el Metafórico, y buena parte de la izquierda puso el grito en el cielo.
A una semana vista, el PP era ganador por puntos.
Entonces llegó la tragedia.
Y, tres días después, el PSOE obtenía una victoria clara, por cerca de 1.300.000 sufragios.
La fe del futuro presidente en sus posibilidades había sido digna de alabanza, pero no puede ni debe conducirnos a engaño: algo sucedió entre el 8 y el 14 de marzo, algo que alteró drásticamente la intención de voto de un gran número de españoles.
Hasta aquí, José María Aznar I, el Resentido, tiene algo de razón.
Ahora bien, escoger la opción más espectacular demuestra un grave desconocimiento de la sociedad española. El mismo desconocimiento de su propio pueblo en que suelen incurrir aquellos gobernantes que, endiosados y pretendidamente infalibles, pasan a no ver más allá de sus bigotes. Jamás, en tres décadas largas de terrorismo vasco (más alguna que otra incursión del horror islámico-integrista, amén de GALes y grapos varios), la opinión pública se declaró en contra de sus mandatarios de forma tan rápida y evidente. Por un lado, eso no hay ni Dios que lo orqueste. Por otro, el respeto que esa misma opinión pública ha demostrado hacia las etnias de las que procedían los asesinos del 11-M deja bien claro que algo tuvo que hacer el partido en el poder para ganarse tamaña tunda democrática.
Los “trenes de la muerte” alteraron el resultado de las elecciones, claro que sí. Admitirlo no nos hará daño. Porque no lo hicieron de forma directa, sino en sus ramificaciones. Pese a que nuestra participación en la guerra de Irak había sido una arbitrariedad pepera, una actitud menos oscurantista y atrincherada en el manejo de la información hubiera servido para que los populares se mantuvieran en el poder. Sólo tendrían que haber admitido lo que cualquier observador con dos dedos de frente sabía a las nueve de la mañana del 11 de marzo. Que el modus operandi era de corte alqaediano. Que ETA no tenía la infraestructura para acometer una empresa de tales características. Que no era la Constitución lo que debía unirnos en aquellos momentos, sino el dolor y la repulsa.
En períodos de crisis se tiende a hacer piña. ¿O acaso no se temía, ante las elecciones norteamericanas de noviembre, un atentado que decantara claramente la balanza a favor de George Bush II, el Alelado?
José María Aznar sigue equivocando el enemigo. Pero debe ser difícil enfrentarse a ese enemigo cada vez que uno se mira al espejo…
Pero dejemos la bilis de lado, al menos por un rato.
Centrémonos en un aspecto de aquellas jornadas que quizá convendría clarificar.
Pocas semanas antes de las elecciones presidenciales, José Luis Rodríguez Zapatero I, el Iluminado, anunció que no gobernaría en caso de sumar menos votos que su rival directo. Recordemos las críticas que aquella justa declaración le valió. Parecía un suicidio político. Y es que, por más que el Partido Socialista venía recortando distancia en las encuestas, todo apuntaba a que sería el Partido Popular quien obtendría una mayor cantidad de papeletas. Zapatero cerraba las puertas a un pacto como el que había entregado la Generalitat de Catalunya a Pasqual Maragall I, el Metafórico, y buena parte de la izquierda puso el grito en el cielo.
A una semana vista, el PP era ganador por puntos.
Entonces llegó la tragedia.
Y, tres días después, el PSOE obtenía una victoria clara, por cerca de 1.300.000 sufragios.
La fe del futuro presidente en sus posibilidades había sido digna de alabanza, pero no puede ni debe conducirnos a engaño: algo sucedió entre el 8 y el 14 de marzo, algo que alteró drásticamente la intención de voto de un gran número de españoles.
Hasta aquí, José María Aznar I, el Resentido, tiene algo de razón.
Ahora bien, escoger la opción más espectacular demuestra un grave desconocimiento de la sociedad española. El mismo desconocimiento de su propio pueblo en que suelen incurrir aquellos gobernantes que, endiosados y pretendidamente infalibles, pasan a no ver más allá de sus bigotes. Jamás, en tres décadas largas de terrorismo vasco (más alguna que otra incursión del horror islámico-integrista, amén de GALes y grapos varios), la opinión pública se declaró en contra de sus mandatarios de forma tan rápida y evidente. Por un lado, eso no hay ni Dios que lo orqueste. Por otro, el respeto que esa misma opinión pública ha demostrado hacia las etnias de las que procedían los asesinos del 11-M deja bien claro que algo tuvo que hacer el partido en el poder para ganarse tamaña tunda democrática.
Los “trenes de la muerte” alteraron el resultado de las elecciones, claro que sí. Admitirlo no nos hará daño. Porque no lo hicieron de forma directa, sino en sus ramificaciones. Pese a que nuestra participación en la guerra de Irak había sido una arbitrariedad pepera, una actitud menos oscurantista y atrincherada en el manejo de la información hubiera servido para que los populares se mantuvieran en el poder. Sólo tendrían que haber admitido lo que cualquier observador con dos dedos de frente sabía a las nueve de la mañana del 11 de marzo. Que el modus operandi era de corte alqaediano. Que ETA no tenía la infraestructura para acometer una empresa de tales características. Que no era la Constitución lo que debía unirnos en aquellos momentos, sino el dolor y la repulsa.
En períodos de crisis se tiende a hacer piña. ¿O acaso no se temía, ante las elecciones norteamericanas de noviembre, un atentado que decantara claramente la balanza a favor de George Bush II, el Alelado?
José María Aznar sigue equivocando el enemigo. Pero debe ser difícil enfrentarse a ese enemigo cada vez que uno se mira al espejo…
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