Existe un viejo dicho que todo aquel que haya ejercido el periodismo musical con dos dedos de conciencia debe tener grabado a fuego: “escribir sobre música es como bailar sobre arquitectura”. Personalmente, he escrito bastante sobre música, casi siempre con notables dudas respecto a mi capacitación al respecto. Pero mucho más inseguro me he sentido cuando he abordado el mundo del sexo desde una perspectiva narrativa, propia de la ficción. Mi primera novela llevó por título Una sonrisa torcida, y fue una suerte de vómito catártico que: a) me permitió superar una difícil situación íntima, marcada por los desencuentros familiares y por una ruptura sentimental; y b) me hizo ver, al quedar entre las nueve finalistas del premio Herralde de 1997, que quizá tenía algo que decir en el terreno de la literatura. Una sonrisa torcida narraba en primera persona (y bajo la directa influencia de Bret Easton Ellis) la historia de Jorge, un universitario barcelonés que, abandonado por su novia, se adentra en una espiral de relaciones sexuales cada vez más descarnadas, agresivas e insatisfactorias, proceso retroalimentado que culmina con la violación de una compañera de clase y una extraña forma de redención, más debida al azar que al pertinente castigo legal. El sexo allí contundentemente narrado, no obstante, tenía una justificación contrastiva, debía representar un reflejo en negativo de los recuerdos de Jorge sobre su relación pasada (e idealizada, todo sea dicho). Pero no olvido que en más de una ocasión tuve que aclarar al lector de turno que: a) no se trataba de una novela completamente autobiográfica (pues sí había otros elementos modelados a mi imagen y semejanza, como por ejemplo la afición del protagonista al ajedrez y a tocar la guitarra); y b) tampoco constituía un reflejo de mi rabia vital, o una fantasía sobre lo que me hubiera gustado llevar a cabo en la vida real. Pasadas las primeras quince o veinte páginas, suele suceder que la historia comienza a cobrar su propia forma, y que son los mismos personajes los que dictan su destino, al margen de lo que el escritor tenga en mente para ellos.
Bien. Esta semana llegará a las librerías la primera de mis novelas adultas en ver la luz editorial, tras dos narraciones juveniles de las que me siento igualmente orgulloso. Lleva por título Sorbed mi sexo, y contiene quizá un veinte por ciento de las escenas subidas de tono que surcaban las torturadas venas de Una sonrisa torcida. El libro trata la historia del chef francés Paul Boissel, quien se dio a conocer mundialmente en los años 1970 por su cocina española de simbolismo sexual. Escogí este lema por considerar que conjugaba las vertientes genitales y gastronómicas de la historia, y porque constituye una de las líneas del adulterado padrenuestro que el protagonista recita en uno de sus capítulos principales. Desde el punto de vista creativo, me siento plenamente justificado y muy seguro de mi elección. Pero no negaré que a ratos me invade una suerte de temor timorato. Hasta la fecha todas las reacciones externas se han conducido entre lo jocoso y un asomo de curiosidad, y sé perfectamente que quien se acerque a este libro con intenciones morbosas quedará francamente decepcionado, cuando no mortalmente aburrido, ante unas veinte primeras páginas que, pese a las diferentes reescrituras, han quedado aún ligeramente crípticas. No es Sorbed mi sexo una obra para leer a una mano, me temo. Pero sigue suscitando mi incomodidad.
Pienso que el sexo es un arma excelente a la hora de definir a un personaje. Opino que se trata de un recurso muy útil, pero que debe ser dosificado con franca sabiduría. Comparo la brutal maquinalidad con que narré las andanzas de Jorge y la apasionada historia de Boissel para convencerme de haber ofrecido a cada historia exactamente lo que requería. Desde luego no soy yo quien en última instancia debe efectuar tales juicios, pero el quid de la cuestión radica en que contemplo todas estas cuestiones al poco rato de ver Kinsey, el convencional pero efectivo biopic del sexólogo norteamericano que ha dirigido Bill Condon y que protagoniza con maestría Liam Neeson. Hace escasas semanas, ya en pleno siglo XXI, el foro dedicado a la película en www.imdb.com registraba una serie de ataques tan delirantes como decimonónicos contra la figura de Kinsey, agresiones verbales debidas a su bisexualidad y a sus estudios sobre el comportamiento íntimo de los “animales humanos”. Kinsey, al igual que Masters y Johnson, lo mismo que Shere Hite, estableció las bases para un estudio científico de nuestra sexualidad. Desde luego no había amor en sus tablas de porcentajes, pero tal acercamiento se ha acabado revelando básico para una mejor comprensión de la faceta física en la que a menudo se traducen nuestros instintos y emociones. En un mundo sin música no tendría sentido hablar de música, pero en un mundo privado de sexo sin duda seguiríamos hablando de sexo. Quizá aquí radique la gran diferencia. Y está visto que los Kinseys de turno siguen siendo tirando a imprescindibles. Yo, por lo pronto, les debo el título de mi última novela.
Bien. Esta semana llegará a las librerías la primera de mis novelas adultas en ver la luz editorial, tras dos narraciones juveniles de las que me siento igualmente orgulloso. Lleva por título Sorbed mi sexo, y contiene quizá un veinte por ciento de las escenas subidas de tono que surcaban las torturadas venas de Una sonrisa torcida. El libro trata la historia del chef francés Paul Boissel, quien se dio a conocer mundialmente en los años 1970 por su cocina española de simbolismo sexual. Escogí este lema por considerar que conjugaba las vertientes genitales y gastronómicas de la historia, y porque constituye una de las líneas del adulterado padrenuestro que el protagonista recita en uno de sus capítulos principales. Desde el punto de vista creativo, me siento plenamente justificado y muy seguro de mi elección. Pero no negaré que a ratos me invade una suerte de temor timorato. Hasta la fecha todas las reacciones externas se han conducido entre lo jocoso y un asomo de curiosidad, y sé perfectamente que quien se acerque a este libro con intenciones morbosas quedará francamente decepcionado, cuando no mortalmente aburrido, ante unas veinte primeras páginas que, pese a las diferentes reescrituras, han quedado aún ligeramente crípticas. No es Sorbed mi sexo una obra para leer a una mano, me temo. Pero sigue suscitando mi incomodidad.
Pienso que el sexo es un arma excelente a la hora de definir a un personaje. Opino que se trata de un recurso muy útil, pero que debe ser dosificado con franca sabiduría. Comparo la brutal maquinalidad con que narré las andanzas de Jorge y la apasionada historia de Boissel para convencerme de haber ofrecido a cada historia exactamente lo que requería. Desde luego no soy yo quien en última instancia debe efectuar tales juicios, pero el quid de la cuestión radica en que contemplo todas estas cuestiones al poco rato de ver Kinsey, el convencional pero efectivo biopic del sexólogo norteamericano que ha dirigido Bill Condon y que protagoniza con maestría Liam Neeson. Hace escasas semanas, ya en pleno siglo XXI, el foro dedicado a la película en www.imdb.com registraba una serie de ataques tan delirantes como decimonónicos contra la figura de Kinsey, agresiones verbales debidas a su bisexualidad y a sus estudios sobre el comportamiento íntimo de los “animales humanos”. Kinsey, al igual que Masters y Johnson, lo mismo que Shere Hite, estableció las bases para un estudio científico de nuestra sexualidad. Desde luego no había amor en sus tablas de porcentajes, pero tal acercamiento se ha acabado revelando básico para una mejor comprensión de la faceta física en la que a menudo se traducen nuestros instintos y emociones. En un mundo sin música no tendría sentido hablar de música, pero en un mundo privado de sexo sin duda seguiríamos hablando de sexo. Quizá aquí radique la gran diferencia. Y está visto que los Kinseys de turno siguen siendo tirando a imprescindibles. Yo, por lo pronto, les debo el título de mi última novela.
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