Durante la mañana del 25 de junio de 1988, treinta y dos personas fueron asesinadas en Pangbourne Village, urbanización de lujo sita a cuarenta kilómetros al oeste de Londres, en una tragedia que durante varios meses iba a conmocionar a la opinión pública. Más allá del amplio abanico de técnicas homicidas allí empleadas, de la flagrante ineficacia de las muchas medidas de seguridad con que contaba el recinto, fue la desaparición de los trece niños y adolescentes del lugar lo que tuvo en vilo a la sociedad británica, el tema que iba a monopolizar las portadas de los tabloides hasta bien entrado 1989, cuando la absoluta falta de novedades al respecto se tradujo en una amnesia general tan necesaria como frustrante.
No especialmente feliz en el aspecto literario (tampoco lo opuesto), Furia feroz de J.G. Ballard (Running Wild, 1988 –reeditada ahora por Booket en edición de bolsillo) trata, al igual que La guerra de los botones o El Señor de las Moscas, las poco inocentes pulsiones que pueden llegar a generarse en un microcosmos infantil no sujeto a regulación por parte de los adultos. La fuerza de Furia feroz, no obstante, radica menos en la profundidad del análisis socio-psicológico que en el tono visionario que de ella se desprende diecisiete años después de su aparición, en este mundo post-Columbine. Y es que los motivos que llevan a trece cándidos jóvenes a acuchillar y atropellar y electrocutar a padres y madres, tutores, miembros del servicio doméstico y jardineros (y conste que no estoy fastidiándole a nadie el final del libro, pues la identidad de los asesinos se hace evidente en la segunda página), parecen diferir bien poco respecto a los que condujeron a Eric Harris y Dylan Klebold a erigirse en verdugos de trece compañeros y profesores el 20 de abril de 1999. No se da en los jóvenes de Pangbourne el gesto resentido de la Mafia de la Gabardina, pero sí comparten todos ellos factores tan imprescindibles a la hora de iniciar una razzia asesina como la pasión por las armas y esa ausencia total de empatía que suele ser asociada a las tendencias psicópatas, pero que Ballard explica en otros términos. “A los niños se les había lavado realmente el cerebro con la ilimitada tolerancia y comprensión que había borrado toda libertad y todo rastro de emoción. (…) vivían en un estado muy parecido al aislamiento sensorial”. La rebelión de Pangbourne Village no se genera contra una situación de abuso y opresión, sino para escapar de un Edén de padres progresistas y comprensivos, para renunciar a una sociedad agobiante en cuanto perfecta. De modo paralelo, Harris y Klebold pertenecían a la clase media-alta de Littleton, uno de los suburbios más amables y pudientes de Denver, y difícilmente podría achacarse su rabia asesina a la mala educación, a las dificultades económicas o al exceso de rigurosidad paterna. “En una sociedad totalmente cuerda, la locura es la única libertad”, nos advierte Ballard. A lo que podríamos añadir que la erradicación de la inmoralidad (auténtica obsesión del puritanismo norteamericano y, por extensión, de algunos sectores del conservadurismo europeo) podría conducir antes a la amoralidad que al Paraíso terrenal. Que el camino que lleva más allá del Bien y del Mal desemboca en un abismo de aterradoras incógnitas.
No especialmente feliz en el aspecto literario (tampoco lo opuesto), Furia feroz de J.G. Ballard (Running Wild, 1988 –reeditada ahora por Booket en edición de bolsillo) trata, al igual que La guerra de los botones o El Señor de las Moscas, las poco inocentes pulsiones que pueden llegar a generarse en un microcosmos infantil no sujeto a regulación por parte de los adultos. La fuerza de Furia feroz, no obstante, radica menos en la profundidad del análisis socio-psicológico que en el tono visionario que de ella se desprende diecisiete años después de su aparición, en este mundo post-Columbine. Y es que los motivos que llevan a trece cándidos jóvenes a acuchillar y atropellar y electrocutar a padres y madres, tutores, miembros del servicio doméstico y jardineros (y conste que no estoy fastidiándole a nadie el final del libro, pues la identidad de los asesinos se hace evidente en la segunda página), parecen diferir bien poco respecto a los que condujeron a Eric Harris y Dylan Klebold a erigirse en verdugos de trece compañeros y profesores el 20 de abril de 1999. No se da en los jóvenes de Pangbourne el gesto resentido de la Mafia de la Gabardina, pero sí comparten todos ellos factores tan imprescindibles a la hora de iniciar una razzia asesina como la pasión por las armas y esa ausencia total de empatía que suele ser asociada a las tendencias psicópatas, pero que Ballard explica en otros términos. “A los niños se les había lavado realmente el cerebro con la ilimitada tolerancia y comprensión que había borrado toda libertad y todo rastro de emoción. (…) vivían en un estado muy parecido al aislamiento sensorial”. La rebelión de Pangbourne Village no se genera contra una situación de abuso y opresión, sino para escapar de un Edén de padres progresistas y comprensivos, para renunciar a una sociedad agobiante en cuanto perfecta. De modo paralelo, Harris y Klebold pertenecían a la clase media-alta de Littleton, uno de los suburbios más amables y pudientes de Denver, y difícilmente podría achacarse su rabia asesina a la mala educación, a las dificultades económicas o al exceso de rigurosidad paterna. “En una sociedad totalmente cuerda, la locura es la única libertad”, nos advierte Ballard. A lo que podríamos añadir que la erradicación de la inmoralidad (auténtica obsesión del puritanismo norteamericano y, por extensión, de algunos sectores del conservadurismo europeo) podría conducir antes a la amoralidad que al Paraíso terrenal. Que el camino que lleva más allá del Bien y del Mal desemboca en un abismo de aterradoras incógnitas.
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