Se muestra Luis Hidalgo, en las páginas de El País de hoy, ligeramente indignado con el concierto que Blueberry Hill celebraron en la sala Bikini de ésta, nuestra Ciudad Condal, el pasado miércoles 22. Rebatir sus palabras sería, a estas alturas del partido, un ejercicio de gloriosa ingenuidad; aunque con cierta grosería, nadie lo explicitaba mejor que Clint Eastwood desde una línea de diálogo de El sargento de hierro: “las opiniones son como los culos, todo el mundo tiene uno”. Ahora bien, ¿significa eso que la crítica esconde un paraíso fiscal donde nadie podrá pedirnos cuentas por mucho que esgrimamos el talonario de nuestro parecer? No necesariamente. La subjetividad de esta disciplina garantiza la libertad de su fondo, pero ese fondo debe hallarse sustentado en cierto modo por la forma, examen que el texto de Luis Hidalgo no aprueba.
Por lo general, es prerrogativa del crítico decidir si ve el vaso medio lleno o medio vacío (porque, convendremos todos cuantos acudimos a Bikini aquella noche, el show de Blueberry Hill no rompió la banca por ninguno de sus extremos, ni se convirtió en el concierto de nuestra vida ni, mucho menos, degeneró en una pifia aberrante). Y, caso de verlo medio vacío, es razonable hallar una cierta explicación a nuestro descontento, exponer los errores observados de forma mínimamente constructiva, por más bilis que podamos añadir a la receta. Tanto da que uno se muestre amable y comprensivo como el Robin Williams de El Club de los Poetas Muertos o agresivo y torturador como el Louis Gossett Jr. de Oficial y caballero, jamás debe extraviarse un cierto sentido pedagógico.
Luis Hidalgo, tiempo ha uno de los generales de la crítica musical de este país, parece víctima (y no es la primera vez) del resentimiento del soldado raso, siempre deseoso de estar en otro lugar, harto de recibir encargos. El único vaso que trasluce su texto es el que él mismo debía sostener ante sus narices: mientras anduvo cargado de líquido tuvo una razón para encontrarse en Bikini; en cuanto vació el último trago garganta abajo, todos sus fantasmas salieron a la penumbra de la sala. Es así que el crítico comenzó a mirar a su alrededor, intuyendo sombras tan danzantes como amargas, y se olvidó de cuanto sucedía y se generaba frente a él, sobre el escenario. Sólo así se entiende que en media columna de texto no consiga elaborar un solo comentario sobre la música de Blueberry Hill, y sí se refiera una y otra vez al lleno que mostraba la sala. Un lleno que no le satisfizo lo más mínimo, que le obsesiona al punto de desnudar cruelmente una de sus más desacertadas crónicas. Por hueca y mediocre, valoraciones personales al margen.
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