No hace falta ser fan de viejas o nuevas trilogías para reconocer en el odio una fuerza muy poderosa. Josep Lluís Carod-Rovira lleva demasiado tiempo convertido en objeto receptor de gran parte del odio que se cultiva en este país (y justo es añadir que sus deméritos no eran merecedores siquiera de la mitad de inquina). Su intervención, anoche, en La nit al dia, para hablar de las pancartas que recorrieron Salamanca deseándole una vida tirando a corta, fue la de un hombre asistido de razón pero que comienza a extraviar gravemente la perspectiva. No es que la suya haya sido una trayectoria impoluta: la famosa reunión de Perpignan denotó una vanidad tan desatada como profunda era la irresponsabilidad política que la acompañaba. Pero el dirigente nacionalista ha pasado a incurrir ya en dos errores imperdonables: hablar de sí mismo en tercera persona y, al igual que solía hacer Jordi Pujol, entonar aquello de "La Catalogne c'est moi". Al llevar ante la justicia a quienes desfilaron sugiriéndole un rápido deceso, Carod-Rovira ejerce un derecho individual del todo legítimo. Al pretenderse paladín defensor del honor de su nación, empero, pide a gritos que alguien le pase una mano por el hombro, le siente a la mesa y le sirva un tazón de chocolate bien calentito. Josep Lluís Carod-Rovira es un hombre perdido. Pero no intenten arrebatárselo al reverso tenebroso a base de collejas, que vive Dios que bastantes (demasiadas) ha recibido ya.
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