BRET EASTON ELLIS - Todo glamour
Su rostro alargado -de cejas caídas, frente amplia y una de esas narices irlandesas condenadas a degenerar en tubérculo-, dista mucho de evocar palabras tales como polémica, desmembramiento o nihilismo. Sin embargo, Bret Easton Ellis parece abonado a ellas, instalado -que no precisamente cómodo- en el ojo del huracán: de nuevo salinger a apóstol de la vacuidad, este es el recorrido que desemboca en Glamourama, que en España publicará próximamente Ediciones B.
Sólo 21 años contaba el joven Ellis cuando Menos que cero (1985) golpeó los cimientos del panorama literario norteamericano para, ósmosis mediante, devenir una de las principales y más devastadoras influencias de la narrativa de finales de los '80 y principios de esta década. Imitada hasta la saciedad en esas contradictorias señas de primera persona de presente y brutal distanciamiento emocional respecto a la acción, la novela propone un preámbulo de manual: tras un primer trimestre de universidad en el Este, Clay regresa a LA por Navidad. A partir de entonces, Ellis se empeña en dar lustre a la vieja máxima del you can't go home; gélido es el reencuentro con la novia y la familia, el protagonista descubre que su mejor amigo se vende por droga y nada puede hacer salvo pulular de fiesta en fiesta, de borrachera en borrachera, entre subidones y polvos de diseño.
Ambientada en Watts o South Central, Menos que cero se hubiera adecuado con carácter de anécdota a la lógica de la América reaganiana; no obstante, tal ejercicio de depravación afectaba a la flor y nata de Beverly Hills, a una generación de hijos de productores de cine y de ejecutivos discográficos idiotizada por la MTV y por la cocaína. Valores familiares en entredicho y el escándalo estaba servido.
Jóvenes y ociosos
Mas no había juicio de valor o voluntad moralista; siguiendo las huellas de Hemingway, Ellis buscó que la aparente desnudez narrativa girara sobre sí misma, se concentrara de tal modo que acabara oprimiendo, ahogando al lector. Aún no se daba la obsesión por el detalle que convirtió a American Psycho (1991) en bocado de cargante digestión, pero sí un ánimo de atmósferas áridas y ventosas, de fríos colores y televisores emitiendo sin pausa. Con el final del receso navideño, Clay se dispone a volar a New Hampshire; nada ha cambiado y la historia, en eterno retorno de recreos, se repetirá con la próxima pausa primaveral.
Pero, ¿cuál es la actitud del héroe de Ellis? Se le quiso emparentar con el Holden Caulfield de El guardián entre el centeno pese a que ambos parecen bastante lejanos; donde Holden se rebela contra todo y contra todos, la perspectiva derivada de tres meses de ausencia convierte a Clay en observador distante, consumido por un hastío que, sospechamos, debe afectar al total de facetas de su vida. Las leyes de la atracción (1987) se encargó de confirmar este apartado.
Localizada consecuentemente en un college de la Costa Este, la segunda andanada de Ellis es una obra coral compuesta en base a monólogos acerca de fiestas, sexo y deseos insatisfechos; Sean, Roxanne, Mary -que poco antes de suicidarse se muestra fascinada por un tal ¡Bateman!-, Stuart... Demasiados nombres para que no sonaran los consabidos calificativos generacionales. Y el autor, que en absoluto reniega de ellos, se regodea en su microcosmos de incomunicación y amoralidad, destila un particular humor macabro para, de nuevo, dejarlo todo tan jodido como al principio. Las cacareadas leyes del título obedecían, en realidad, a los dictados del caos.
Menos que cero fue llevada al cine por Marek Kanievska.
Su rostro alargado -de cejas caídas, frente amplia y una de esas narices irlandesas condenadas a degenerar en tubérculo-, dista mucho de evocar palabras tales como polémica, desmembramiento o nihilismo. Sin embargo, Bret Easton Ellis parece abonado a ellas, instalado -que no precisamente cómodo- en el ojo del huracán: de nuevo salinger a apóstol de la vacuidad, este es el recorrido que desemboca en Glamourama, que en España publicará próximamente Ediciones B.
Sólo 21 años contaba el joven Ellis cuando Menos que cero (1985) golpeó los cimientos del panorama literario norteamericano para, ósmosis mediante, devenir una de las principales y más devastadoras influencias de la narrativa de finales de los '80 y principios de esta década. Imitada hasta la saciedad en esas contradictorias señas de primera persona de presente y brutal distanciamiento emocional respecto a la acción, la novela propone un preámbulo de manual: tras un primer trimestre de universidad en el Este, Clay regresa a LA por Navidad. A partir de entonces, Ellis se empeña en dar lustre a la vieja máxima del you can't go home; gélido es el reencuentro con la novia y la familia, el protagonista descubre que su mejor amigo se vende por droga y nada puede hacer salvo pulular de fiesta en fiesta, de borrachera en borrachera, entre subidones y polvos de diseño.
Ambientada en Watts o South Central, Menos que cero se hubiera adecuado con carácter de anécdota a la lógica de la América reaganiana; no obstante, tal ejercicio de depravación afectaba a la flor y nata de Beverly Hills, a una generación de hijos de productores de cine y de ejecutivos discográficos idiotizada por la MTV y por la cocaína. Valores familiares en entredicho y el escándalo estaba servido.
Jóvenes y ociosos
Mas no había juicio de valor o voluntad moralista; siguiendo las huellas de Hemingway, Ellis buscó que la aparente desnudez narrativa girara sobre sí misma, se concentrara de tal modo que acabara oprimiendo, ahogando al lector. Aún no se daba la obsesión por el detalle que convirtió a American Psycho (1991) en bocado de cargante digestión, pero sí un ánimo de atmósferas áridas y ventosas, de fríos colores y televisores emitiendo sin pausa. Con el final del receso navideño, Clay se dispone a volar a New Hampshire; nada ha cambiado y la historia, en eterno retorno de recreos, se repetirá con la próxima pausa primaveral.
Pero, ¿cuál es la actitud del héroe de Ellis? Se le quiso emparentar con el Holden Caulfield de El guardián entre el centeno pese a que ambos parecen bastante lejanos; donde Holden se rebela contra todo y contra todos, la perspectiva derivada de tres meses de ausencia convierte a Clay en observador distante, consumido por un hastío que, sospechamos, debe afectar al total de facetas de su vida. Las leyes de la atracción (1987) se encargó de confirmar este apartado.
Localizada consecuentemente en un college de la Costa Este, la segunda andanada de Ellis es una obra coral compuesta en base a monólogos acerca de fiestas, sexo y deseos insatisfechos; Sean, Roxanne, Mary -que poco antes de suicidarse se muestra fascinada por un tal ¡Bateman!-, Stuart... Demasiados nombres para que no sonaran los consabidos calificativos generacionales. Y el autor, que en absoluto reniega de ellos, se regodea en su microcosmos de incomunicación y amoralidad, destila un particular humor macabro para, de nuevo, dejarlo todo tan jodido como al principio. Las cacareadas leyes del título obedecían, en realidad, a los dictados del caos.
Menos que cero fue llevada al cine por Marek Kanievska.
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