lunes, noviembre 21, 2005

Been there, done that: estampas viajeras

La víspera. Maxïmo Park en Razz 2 y una voz en mi oído que corea “What happens when you lose everything? / You just start again / You start all over again!”. Correcto. Cuando lo pierdes todo, o te pegas un tiro o tiras hacia adelante. Pero, ¿y si extravías algo menos? ¿La mitad, por ejemplo? Esa tierra de nadie en la que te crees haciendo pie y, dos segundos más tarde, estás tragando agua como un condenado pese a tener la orilla siempre a la vista. Ah, that’s the tricky part, my friend…

Que camino de la estación de trenes de Bristol te encuentres un pub llamado The Reckless Engineer no resulta especialmente tranquilizador. Claro que, viniendo de España, un país donde las autopistas se desploman antes incluso de ser inauguradas, supimos dar al encuentro el tono anecdótico que merecía.

¿Músico frustrado o melómano con vocación ferroviaria? El revisor del tren entre Bristol y Caerdydd agujereaba los billetes con los pies en el suelo mientras la voz con que los requería se elevaba una octava tras otra hacia las más harmónicas alturas. Sólo el cansancio del viaje nos impidió saltar del asiento para hacerle los coros de un vagón al otro.

Conocedores de la afición de los británicos por formar clubs, poco y nada nos extrañó encontrar un grupo de siete u ocho ancianos que, enfundados todos ellos en americanas de color burdeos, devoraban cucuruchos de patatas fritas en las cercanías del Cardiff Arena un sábado por la noche. Lo curioso fue dar de nuevo con ellos (y veinte amiguetes más con idéntico uniforme) en el interior del estadio, como invitados de honor de Funeral For a Friend en la canción History. El público, básicamente infantil, los aplaudió a rabiar.

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Castillo de Caerdydd y Bute Park.


XL. Tal era la talla de los kebabs de cordero y pollo que cenamos en nuestras primeras dos noches galesas. Alexis fue incapaz de acabarse ninguno de los dos: no digo más.

Quizá no sea el mejor Bed & Breakfast de Caerdydd. Pero Austins sí distará bastante de ser el peor. Y, además, cuenta con un emplazamiento privilegiado: junto al río Taff, frente al Millennium Stadium, a ciento cincuenta metros de la entrada al Bute Park. Aunque su dirección no induce a engaño (11 Coldstream Terrace), Londres se nos mostró diez veces más gélida.

¿Juegan los galeses en el Estadio del Milenio? Algunos sí, y otros no. Entre los primeros, la selección nacional de rugby, deporte rey del lugar. Entre los segundos, el Cardiff de la First Division de fútbol, que hace de las suyas en el Arms Park, recinto casi invisible por reducido y ubicado modesta, discretamente al pie del imponente Millennium.

Un centro de convenciones, una iglesia noruega, un barrio de diseño… Lo mejor de la Cardiff Bay, no obstante, la explanada junto a la Asamblea que lucía el literario nombre de Roald Dahl Plass.

A la hora de viajar, nada tan importante como una buena compenetración. Alexis, que trajo consigo el cargador del móvil, se dio cuenta en el aeropuerto de Bristol de que no recordaba su pin. Servidor, que sí conocía la contraseña de su aparato, había olvidado el cargador en casa. Pero la incomunicación telefónica no resultó especialmente traumática.

Era uno de los objetivos del viaje, y Truffles lo satisfizo a la perfección: un Sunday Roast tradicional y de primera, con sus zanahorias y su col y sus guisantitos dando vueltas por el plato.

El viernes, Michael Owen consiguió el único ensayo de la selección galesa de rugby frente a Fiji (11-10). El sábado, Michael Owen marcó en dos minutos los dos goles que dieron la victoria a la selección inglesa de fútbol frente a Argentina (3-2). El domingo, Michael Owen aparecía como stuntman en los títulos de crédito de Kiss Kiss Bang Bang. Tal y como aseveró mi hermano: “El Madrid ha vendido al bueno”.

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Cardiff Bay.


Otro encuentro callejero en Caerdydd: tres Springboks, jugadores de la selección de rugby sudafricana, concentrada en el Hilton de cara al amistoso de la semana siguiente. ¿He dicho ya que en Gales el rugby es religión?

Kiss Kiss Bang Bang. Es El ultimo boy scout de esta década: no digo más.

A los británicos les encanta asociarse. A las británicas, también. La segunda noche, mientras adquiríamos el segundo kebab, una manada de seis muchachitas de trece o catorce años irrumpió en el local para acosar al dependiente e intentar que les cambiara un billete de diez libras tan roto como posiblemente falso. Encantadoras ellas, con sus ojitos azules, sus cabelleras rubias, sus caritas de muñeca, sus labios en insulto constante… Éramos tres hombres hechos y derechos, pero a fe que cuando se marcharon elevamos las miradas al techo del local y dimos gracias a Dios (y a Alá) por seguir intactos.

Dos errores impropios de este viejo ladrador crepuscular. El uno, no haber anotado la dirección de nuestro alojamiento galés, lo que nos llevó a deambular un buen rato por los alrededores del río con las maletas en ristre. El otro, en fin, cruzar una calle de doble sentido mirando hacia la derecha. Solo la mano de mi hermano impidió que me arrollara un autobús que circulaba con británica corrección.

Pocos metros más allá, varios ramos de flores y una camiseta de rugby daban fe del lugar en que un muchacho local había sido atropellado precisamente por un autobús dos noches antes.

Una salchicha inglesa, un tomate pelado, una loncha de beicon y un huevo frito, todo ello regado con tazas y más tazas de té. Tal era el menú que servía la dueña de Austins a la hora del desayuno. La buena mujer, cuyo nombre jamás llegamos a averiguar, vestía siempre igual (pantalón de chándal negro, sudadera de chándal gris), había nacido en Alemania y había vivido gran parte de su vida en las afueras de Newcastle. Al principio nos tomó por franceses, de modo que debió de ser pura coincidencia que su hermana partiera hacia Barcelona al día siguiente de nuestra llegada.

En Penarth, sobre la costa atlántica, más allá de la bahía, no hay acantilados. Hay UN acantilado. Su muelle y su playa en marea baja, eso sí, hicieron nuestras delicias (e intuimos que las de todos los almejeros que por allí deambulaban).

A tres kilómetros largos del centro de Caerdydd se encuentra la Llandaff Cathedral. Se puede llegar a ella a través del Bute Park y los Sophia Gardens, siguiendo tres kilómetros el curso del Taff. Es un hermoso paseo de bosque inglés que de repente se torna campiña y, cuando vuelves a mirar, ha pasado a gótico neo-tolkieniano (con ese nombre…).

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Playa de Penarth.


Tenía buenas referencias sobre su desempeño en directo, pero aún así Franz Ferdinand me noquearon. No es que sean los primeros de la clase: cuanto hicieron en el Cardyff Arena fue propio de un graduado cum laude. Con Alex Kapranos en plan Springsteen escocés y ese sentido del espectáculo, no habrá estadio (y conste que digo estadio, no sala o pabellón) que se les resista.

Nueve euros por cabeza. Tal es el precio del trayecto Caerdydd-London en un autocar de la National Express cuando compras los billetes con cibernética antelación. Ante nosotros, un conductor que lucía orgulloso su gorra de los New York Yankees. En mis oídos, sucesivamente, el Plans de Death Cab for Cutie, el Late Registration de Kanye West, el Rosenrot de Rammstein, el Jacksonville City Lights de Ryan Adams

Westlife iban a ser los encargados de encender las luces de Navidad de Oxford Street desde un balcón de Debenham’s, y no desaprovechamos la oportunidad de formar parte del fenómeno fan en su país de origen. Grititos histéricos, dos canciones juraría que en playback (la distancia y los tacos de las fuerzas del orden me impiden asegurarlo), una paloma blanca liberada en el clímax de la balada de turno y una lluvia de confeti a modo de colofón. Me sigo quedando con A Hard Day’s Night, claro.

Spire House, a tiro de piedra de Bayswater, es una mini-catedral gótica transformada en edificio de apartamentos. Sita en el medio de una plaza con vistas a Hyde Park, no puedo dejar de rodearla en cada una de mis visitas a Londres.

Me pidió la hora, pero antes de que pudiera decírsela (había guardado el Swatch en el bolsillo izquierdo del pantalón, a veces me aprieta la muñeca en demasía) ya estaba susurrándome: “Are you lookin’ for business?”. Tardé un par de segundos en reaccionar. ¿Drogas? Bastante tengo con las adicciones que tengo. ¿Sexo? No, no con ella al menos. Dijo “Ok” y desapareció tal y como había llegado, con la lata de cerveza en la siniestra y el cigarrillo en la diestra, estropeadilla y con la celeridad de quienes se mueven al filo de algo.

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London Skyline desde Tower Bridge.


Allanfa argyfwng, que diría un galés. En la segunda mañana londinense fui a sentarme a cierto banco del lado sur del parque. Allí, sobre su madera, escribí literalmente el que será el penúltimo capítulo de Maldeamores. Quizá me falten quince, veinte o cincuenta episodios para llegar hasta allí. Pero el final, uno de tantos, está dictado.

El homeless que habita en el paso subterráneo al sur de Park Lane se hallaba enfrascado en la lectura de Protection, de Keith Ablow. Me lo confesó a cambio de una libra.

Dos constataciones de que la edad no perdona. La primera, el dolor: de tobillos a rodillas, ciático, en las cervicales… Soy un vejestorio precoz y me arrastro como tal kilómetro tras kilómetro. La segunda, un sentido de la belleza cada vez más sentimental. Recorro las salas de la National Gallery y me descubro al borde de las lágrimas ante Leonardo, Botticelli, Friedrich, Van Gogh, Velázquez, Lorrain, Turner, Canaletto… Obras que conozco de memoria, por cierto.

Para contrarrestar, la frialdad cúbica de Rachel Whiteread en la Modern Tate.

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Green Dragon Court, una callejuela que bordea la Southwark Cathedral, y un Smoothie de fresa y plátano que desnuda la verdad de mi existencia: “We’ve been trying to get in touch with our inner child for a while”.

Caminar junto a Alexis las calles de una ciudad, extraña o no, es un lujo. Su ritmo endiablado te conduce a la mejor forma física. Y, mientras jadeas, te vas enterando de que en ese punto se inició el gran incendio de 1666, de que el Thames se ve tan sucio por culpa de su doble corriente (hacia el mar el agua dulce de la superficie, tierra adentro el agua salada que remueve la tierra del fondo), de que la terraza del nuevo Ayuntamiento se encuentra hoy día cerrada al público, de que el puente de Norman Forster tuvo que ser clausurado a los pocos días de su inauguración porque temblaba en exceso… Vale, esto último ya lo sabía. Pero todo lo demás merece un “Thanks, bro!” del tamaño de Saint Paul’s.

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Millennium Bridge y la cúpula de mi agradecimiento fraterno.


Si visitas Brick Lane has de comer hindú. Si comes hindú, has de probar un plato picante. Mi cordero Mussalan satisfizo ambas obligaciones.

Marko es el hermano de Danilo, compañero serbo-montenegrino de Alexis cuando trabajaba en el Eat and Two Veg de Marylebone High Street. Marko padece esquizofrenia, quizá a causa de la caída desde lo alto de un muro que sufrió cuando contaba dos años. Marko luce un corte de pelo paramilitar, es alto y delgado, dedos de pianista; no trabaja, fuma sin cesar y sólo interrumpe su silencio para preguntarte con voz de Vito Corleone qué tal dormiste anoche o cuánto pesa tu maleta. Cada quince minutos o así, Marko esboza una sonrisa que no por ambigua deja de resultar hermosa.

Al grito de “Go go go!” y “You’re so full of shit!” fueron despedidos Test Icicles, teloneros junto a Mike Park de AK3. Juicio justo el del respetable: aunque interesante en principio, su propuesta (Hendrix + Beastie Boys + Today Is the Day + los payasos de la tele) no desembocó en nada, bueno o no. La tontería por la tontería y unas ansias de epatar ciertamente satisfechas.

La dudosa acústica de la Brixton Academy y las (aún más precarias) cuerdas vocales de Dan Andriano (bajista inmenso donde los haya) gastaron un par de malas pasadas a Alkaline Trio. Pero también hubo muy buenos momentos. Entre ellos, que dedicaran a tipos como yo su Deathbed: “They found me face down in the street / On the night you left to find another place to sleep / In rain and regret / They said they tried everything but it was no use / Yeah they tried everything and everyone but YOU”.

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AK3 en la Brixton Academy.


La holandesa Monike, otra ex compañera laboral de Alexis, abandonará en breve Londres para mudarse junto a su novio a Nueva Zelanda. Tras cinco años en Inglaterra, dice que “this is not happening”. Un THIS terriblemente habitual entre quienes se van a probar suerte a las islas, servidor incluido (llamadme preclaro: allá por 1996 tardé apenas un mes y pico en darme cuenta de que hace falta sumar un par de esqueletos en el armario para vivir el Reino Unido a largo plazo).

A los británicos les encanta asociarse. Un inminente novio hindú y sus ocho o nueve colegas protagonizaron el vuelo de regreso a Barcelona. Cantaron, aplaudieron, rieron estruendosamente, visitaron una y otra vez los servicios, tentaron la paciencia de las azafatas con el dichoso botón de llamada… Eran fans del West Ham y consecuentemente se comportaron como auténticos “hammers” para con la moral del resto del pasaje.

Ar gau: no digo más.

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