miércoles, noviembre 09, 2005

Estupor y temblores - Una confesión

Pasar revista a los últimos once meses de mi vida sentimental podría conducir a juicios sin duda poco amables. De ahí el estupor: uno por uno, tengo la sensación de haber obrado en cada capítulo con sincera honestidad. Pero el saldo general arroja un resultado de flagrante incoherencia, una alarmante falta de criterio. Es tal el desencuentro que la mera inversión de dos de los episodios habría alterado radicalmente (para bien) mi existencia actual. Los hechos, en cualquier caso, hablan por sí solos. Cuanto creí sentir (o dejar de sentir) en enero es antitético a cuanto creí sentir (o no) en agosto. Mi bienintencionada, obcecada, ciega testarudez ha hecho el resto. Como en Laberinto, uno de los polos siempre dice la verdad; el otro miente siempre. Sólo que, para el caso que nos ocupa, ambos se equivocan a veces.

No he sabido ser fiel a las decisiones que tomé; las decisiones que tomé llevan once meses torturándome fielmente. Caso de contextualizar, no creo haberme equivocado. ¿Por qué, entonces, la suma de aciertos se traduce en el peor de los resultados? Pues escribo estas líneas con el pecho aturdido, consciente de haber sido repetidamente rechazado para, a continuación, ser justa, sorprendentemente despreciado. Ignorado. Anulado. Cualquier tiempo pasado fue mejor. Si nos referimos al pasado que antecedió, claro está, a los últimos once meses.

Niños, el consejo de hoy es: no forcéis los puntos de inflexión. Es una moraleja crepuscular, brota desde la más nauseabunda sensación de derrota. La que surge del no comprenderse a uno mismo. O por qué se está aquí. O qué coño ha sucedido, con lo feliz que sería yo en tiempos de aroma tan reciente, de emociones paralelas, insólitamente opuestos al hoy y al ahora.

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