miércoles, noviembre 23, 2005

El exorcista en el estrado

Hay otros mundos. Pero están en este. Pero ignoro si de forma tangencial o plena, integrada. Sobre lo que no es no se puede hablar, pero la cerradura Wittgenstein nos aboca a un drama aunque tradicional no menos espinoso: ¿qué ES de puertas hacia fuera, qué tan solo en el interior de nuestra conciencia? Es decir, ¿podemos fiarnos de esos sentidos que constituyen el único camino hacia la percepción de la “realidad” circundante? ¿No se suelen ver repetida, lastimosamente afectados por el carácter intruso, por lo general deformante y expansivo, de las emociones?

Disculpa, lector crepuscular, este arranque de filosofía de bolsillo. En realidad, viene única y exclusivamente a cuento de El exorcismo de Emily Rose, film de realización correcta que, no obstante, encuentro lastrado desde su misma (errónea, tontorrona) concepción. Parte la película de un episodio real (la muerte de una muchacha tras un largo y penoso castigo físico con el que se pretendió expulsar de su ser a los entes que la habían poseído) y centra su progresión dramática en el juicio que enfrenta a los doctores del cuerpo con los del espíritu. Los primeros sostienen que la joven era epiléptico-psicópata, que falleció a consecuencia de un tratamiento negligente culminado, tras automutilaciones varias, por una fulminante desnutrición. Mientras, los segundos (encarnados en la figura de un tal Padre Moore, a quien presta su rostro Tom Wilkinson) acusan al Maligno del fatal desenlace; y, claro está, tienen las de perder. Porque, en lo que al Derecho respecta, el hecho físico general saca varios cuerpos al intangible religioso, anímico y particular.

Sigue Scott Derrickson, guionista y realizador, el esquema habitual (y bastante gastado, todo sea dicho) del cine judicial: sabemos de la muerte de Emily Rose desde la secuencia primera, de modo que la polémica a solucionar (medicina versus Iglesia) quedará desvelada con el veredicto último del jurado. La narración de los hechos recae en testigos presenciales, emocionalmente relativos a la fallecida, que bien podrían ser víctimas de una intoxicación colectiva, lo cual da luz verde al tratamiento sobrenatural de los constantes flashbacks: visitas de madrugada envueltas en olor a azufre, rostros diabólicos que brotan del vaho de los cristales, paredes sangrantes… Pero, no satisfecho con tan dramáticos elementos, Derrickson comete su primer gran fallo: traslada lo inexplicable al ámbito hasta entonces “objetivo” del proceso legal, muestra a la abogada defensora (Laura Linney) acosada por sucesos escasamente ambiguos, toma partido por la explicación luciferina (Testigo de cargo se va transformando en La profecía)… para, acto seguido, volver sobre sus pasos con una resolución que pretende nadar, guardar la ropa y tomar el sol a una.

Curiosamente, y aquí retomo los postulados que encabezaban este texto, El exorcismo de Emily Rose no se preocupa por esconder dos circunstancias capaces de dinamitar el entramado extraordinario tan tramposamente erigido. Se trata de sendas justificaciones para la caída en la psicosis de la protagonista: por un lado, el que los síntomas de la posesión aparezcan tras una alteración traumática de su entorno vital (Emily deja la solitaria granja familiar para ingresar en una universidad urbana); y, por otro, que sea ella misma la encargada de informarnos, a través de una carta que el guión se saca alevosamente del sombrero, del carácter místico-mariano y mártir de su posesión (complejos para nada extraños en un ambiente ultrarreligioso como el suyo).

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Emily manifestando su humilde opinión sobre la labor del guionista.

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