Para el ManU no hay Champions exenta de agonía. Si la anterior se saldó a su favor gracias a dos tantos conseguidos en los últimos tres minutos de partido (frente a un equipo tan poco sospechoso de incurrir en la falta de concentración como el Bayern, para más inri) anoche de nuevo pagó el peaje de tenerlo todo perdido antes de alcanzar la gloria europea. Lloraba Cristiano Ronaldo a lágrima viva el fallo que podría haber enviado a los Diablos Rojos de vuelta al infierno cuando, en el décimo lanzamiento de la tanda de penalties, la bota izquierda de John Terry se deslizó por el césped empapado en el preciso instante en que la derecha impactaba el balón, que por ello voló desviado para golpear en el lateral de la madera y salir fuera. Y la ruleta prosiguió. Anderson marcó con cara de estar a punto de soltar la papilla. Kalou hizo lo propio con bastante más frialdad. Giggs congeló la noche de Moscú con un gesto que decía: "el gol es fácil, lo jodido es trabajar en una mina galesa". Le llegó entonces el turno a Anelka. Y Anelka, fiel a su condición de media tinta, no cumplió. Pero cómo culparle: fue un resbalón del destino el que lo mandó a los once metros. Y el destino, cuando de agonías se trata, siente debilidad por Manchester.
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