La ciudad no tiene voz. Tiene palabras, pero las pronuncia en silencio. Nieva. Un reparador de televisores es despedido de su trabajo tras perder a un hombre-globo. Su hija se hace amiga de un niño sin ojos. Su esposa es enfermera en la clínica donde el Dr. Y lleva a cabo terribles experimentos para solaz del Sr. Televisión, dueño de la empresa que marca los ritmos de la ciudad. Unos ritmos en espiral. Una ciudad sin voz, insistimos, salvo por la que en ciertas emisiones brota bajo la capucha de una misteriosa cantante de boleros…
Obra prácticamente muda (si bien musicalizada), rodada en blanco y negro con efectos propios de las primeras décadas del cinematógrafo, La antena bien podría no haber atraído más que desastres. Especialmente si repasamos el currículo de su realizador, un Sapir que en la década larga transcurrida desde su debut, la también muda y descolorida Picado fino, ha ejercido en un terreno tan afín a la suspicacia como el de la publicidad. La propuesta, no obstante, funciona. Fascina a ratos incluso. Y lo hace a medio camino entre la inventiva y la regurgitación (de Méliès a Metropolis, de Tim Burton a Sin City), gracias sobre todo a su fuerza lírica y a su esforzada recreación del universo de los años 1935-1945. El pero, eso sí, un cierto empacho de ingenuidad.
(Esta reseña ha aparecido en el número de mayo de Go Mag)
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