Lo que Edelman contaba, tras la guerra, desagradó a las mentes bien pensantes. Que en el gueto hubiera prostitutas o venganzas mafiosas, que familias enteras se subieran voluntariamente a los trenes con destino a Treblinka a cambio de una hogaza de pan para calmar el hambre… La respuesta de Edelman siempre era la misma: “No lo entienden”. Y añadía: “Da igual”. Y quizá diera igual, sí, pero dudo que se tratara tan sólo de un problema de entendimiento. Tenía que ver, también, quizá, con la idealización que solemos adjudicar a quienes han padecido un sufrimiento extremo. Los oyentes de Edelman imaginaban, querían imaginar un gueto de ángeles, mártires los unos y de espada flamígera los que comandaba Anielewicz, almas limpias a las que resultara sencillo compadecer, que no ofrecieran obstáculos al paso de una comprensión rápida y culturalmente aceptable. El silencioso encaminarse al matadero, ¿no mostraba además connotaciones demasiado cristianas? ¿No era indicativo de una sumisión hacia los alemanes que por absoluta debería hallarse estrictamente reservada a Dios? (el Tercer Reich como estructura para-divina, lo sugiere Lem en Provocación: el verdugo obliga a su víctima a desnudarse, a abandonar este mundo del mismo modo en que a él llegó, escenificando así la distancia sideral que separa la esvástica de la estrella de David, lo supremo del acto donde la simple voluntad del uno representa la aniquilación total del otro). Del mismo modo, cuán Nuevo Testamento considerar que el dolor puede o debe elevarnos a otros niveles de sabiduría. Si el hombre al natural ya escupe, cuando enfermo insulta y muerde y suelta patadas a la entrepierna ajena. Y lo mismo los judíos no infringieron menos el decálogo dentro del gueto que los gentiles fuera; más, posiblemente, al haberse venido abajo sus estructuras sociales. Hubo valor y sacrificio, sí; cobardía y concupiscencia y estupidez, también. Características íntimamente humanas, todas ellas. Uno admira a Edelman por Edelman y pese a Edelman. De ahí la grandeza del libro de Krall. Toma la construcción subjetiva del héroe y la devuelve a la tierra, cuenta lo que no se quiere oír, allana tantas respuestas como interrogantes se siguen elevando a su paso. Tras la lectura, el corazón encogido, se encoge uno de hombros y comenta: No he entendido nada. Y añade: En cierto modo, ya no puede dar igual.
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