En noviembre de 2008, Qué Leer pasó de manos del grupo Lagardère (sección Hachette Filipacchi, si se prefiere) a MC Ediciones. Fue aquélla una venta que cabría calificar de sorprendente, si bien se halló enmarcada en un proceso más amplio de recorte de gastos y desaparición de cabeceras. Qué Leer no tenía pérdidas; por el contrario, saldaba sus cuentas anuales con unos beneficios que, creo recordar, rondaban el cinco por ciento. Pero, con la llegada de Sarkozy al poder francés, Lagardère había testimoniado el ascenso de un núcleo duro capitalista, para el que un bien cultural del cinco por ciento representaba un mal económico, habida cuenta que un gasto paralelo destinado, digamos, a un fondo de inversión podía traducirse en un beneficio anual, pongamos, en torno al nueve por ciento. París, en su día sinónimo de unos valores a los que la cultura no era ajena, pasó a orbitar en torno al euro. Hachette Madrid, presidida por un grupo de burócratas catalanófobos y más preocupados por hinchar sus pensiones que por mejorar los productos que tenían a su cargo, cumplió funcionarialmente (sin ahorrarse cinismos ni hipocresías en el trato personal). Y Qué Leer, previo despido de cuatro de sus integrantes, pasó a MC, una editorial que ha hecho del “menos es más” su estandarte y que, dificultades propias del Zeitgeist al margen, afortunadamente tiene claro que lo suyo son las revistas, la prensa, el negro sobre blanco (en papel y, si se tercia, que cada vez se tercia más, sobre pantalla), antes que esa nadería especuladora que ha abocado a la economía occidental a su peor crisis desde 1973 (por no decir 1929).
Viene toda esta introducción a justificar un estado de ánimo: el Zeitgeist arriba mencionado hace muy difícil abordar el mundo del antaño llamado Cuarto Poder sin un deje de amargura y un espíritu tirando a pesimista. Tom Rachman, que fue corresponsal de AP en Roma y editor del International Herald Tribune en París, lo sabe bien. Y es por ello que su ópera prima, Los imperfeccionistas (Plata, 2010), el relato de una serie de vidas cruzadas alrededor de un rotativo escrito en inglés pero realizado en la Ciudad Eterna, muestra un gesto tan torcido. Redactada sin tics literarios pero sin caer tampoco en la llaneza estrictamente informativa, Los imperfeccionistas funciona notablemente en un doble nivel: como radiografía de un medio herido por Internet y rematado por el trasvase de valores entre lo cultural y lo material, y como retrato de unos personajes-tipo (el redactor jefe, la correctora, el dueño, la contable, incluso la lectora…) cuyas pequeñas mediocridades, puntuadas por alguna gran tragedia, quizá se marcan en exceso. Uno acaba de leer esta novela y tiende a pensar que sus protagonistas son merecedores de tal estado de la cuestión, que sus maquinadoras y envidiosas cabecitas en verdad merecen la guillotina que pende sobre ellas. No dudo que así sea, pero la suya no es una humanidad menor que la del gremio de conductores de autobús, guías de museo o vendedores ambulantes de helado. Es posible que Rachman haya saldado, consciente o inconscientemente, alguna vieja rencilla personal. Pero resulta innegable que su propuesta hubiera ganado aún más si el catálogo de mezquindades se hubiera acompañado del relato de alguna grandeza. Muy de vez en cuando, sí, pero la prensa también las viene amparando.
Viene toda esta introducción a justificar un estado de ánimo: el Zeitgeist arriba mencionado hace muy difícil abordar el mundo del antaño llamado Cuarto Poder sin un deje de amargura y un espíritu tirando a pesimista. Tom Rachman, que fue corresponsal de AP en Roma y editor del International Herald Tribune en París, lo sabe bien. Y es por ello que su ópera prima, Los imperfeccionistas (Plata, 2010), el relato de una serie de vidas cruzadas alrededor de un rotativo escrito en inglés pero realizado en la Ciudad Eterna, muestra un gesto tan torcido. Redactada sin tics literarios pero sin caer tampoco en la llaneza estrictamente informativa, Los imperfeccionistas funciona notablemente en un doble nivel: como radiografía de un medio herido por Internet y rematado por el trasvase de valores entre lo cultural y lo material, y como retrato de unos personajes-tipo (el redactor jefe, la correctora, el dueño, la contable, incluso la lectora…) cuyas pequeñas mediocridades, puntuadas por alguna gran tragedia, quizá se marcan en exceso. Uno acaba de leer esta novela y tiende a pensar que sus protagonistas son merecedores de tal estado de la cuestión, que sus maquinadoras y envidiosas cabecitas en verdad merecen la guillotina que pende sobre ellas. No dudo que así sea, pero la suya no es una humanidad menor que la del gremio de conductores de autobús, guías de museo o vendedores ambulantes de helado. Es posible que Rachman haya saldado, consciente o inconscientemente, alguna vieja rencilla personal. Pero resulta innegable que su propuesta hubiera ganado aún más si el catálogo de mezquindades se hubiera acompañado del relato de alguna grandeza. Muy de vez en cuando, sí, pero la prensa también las viene amparando.
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