Para ulular lastimeramente:
Comenzando por el principio, el plano de la llegada del tren, tremendamente digital y en absoluto coherente con el resto de la película. Que le sobren diez minutos y el escaso desarrollo de los personajes masculinos, lo que sumado se traduce en un molesto desajuste narrativo: Rooster Cogburn evoluciona de golpe con la secuencia del río, pero su desencuentro con LaBoeuf es objeto de una, dos, hasta tres escenas paralelas que nada más aportan. Algún que otro subrayado musical. Y la sensación de que, a día de hoy, un film de estas características no debería ser contado desde tamaña linealidad.
Para aullar efusivamente:
La capacidad de los Coen para conjugar el western de toda la vida con su particular mundo de simpática estulticia, amable verborrea y episodios de lírica extrañeza. Hailee Stenfield y Jeff Bridges (eso sí, este último a medio escupitajo de la sobreactuación en secuencias como la del juicio y la de la práctica de tiro con obleas de maíz). El modo en que la fotografía de Roger Deakins otorga atmósferas domésticas a los paisajes naturales y ominosas a los interiores. La calma belleza de todos y cada uno de las planos en los que hace acto de presencia la nieve. Y, acabando por el final, su muy posmoderno y nihilista epílogo, una genialidad cargada de amargura en la que no resulta sencillo reparar.
El juicio crepuscular:
Tras la exigente pero memorable A Serious Man (ladramos sobre ella aquí), los Coen se han dado por vez segunda al remake, esta vez a vueltas con un western recordado principalmente por el parche que cubría el ojo izquierdo de John Wayne y que sentaba así el carácter crepuscular de la cosa (en el caso de Bridges, curiosamente, es el ojo derecho el que falta). Podría uno preguntarse por qué, responderse con la enumeración de títulos "menores" (El gran salto, Quemar después de leer) que los hermanos han sembrado entre una y otra de sus pequeñas obras maestras. Pero tal cuestión se nos antoja tan inútil como quedarse mirando en pleno duelo el tambor de ese Colt Dragoon que se nos acaba de encasquillar. En su lugar proponemos un ejercicio cinéfilo mucho más saludable y entretenido: súmese el ya comentado epílogo a la imagen leitmotiv de la película (la luz en el centro de la pantalla del plano inicial, la puerta abierta de Centauros del desierto, la entrada a la mina que preside estas líneas, la salida al cielo abierto en la cueva de las serpientes...) y descúbrase el sentimiento, la salvaje melancolía que transmite este proyecto. No es perfecta pero tampoco menor: True Grit tiene valor de ley.
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