lunes, abril 11, 2005

Hitchcock 1 - Chabrol 0

Sin duda hay otros mundos, y desde luego están en éste. Que confluyamos con ellos es mera cuestión de azar. Si uno tiene suerte, jamás sabrá de la rabia homicida de los asesinos en serie más que a través de los periódicos o de la pantalla de cine: la sangre no le salpicará, podrá vivir tranquilo. En paralelo, al otro lado del espejo, si uno no se deja tentar por el Destino difícilmente tendrá acceso a esas tierras de nadie donde realidad y fantasía protagonizan su diaria escaramuza, donde en ocasiones la imaginación triunfa y pone patas arriba el orden establecido. Pero no es de tales magias que quiero hablarte, lector crepuscular...
Alfred Hitchcock, maestro del suspense y tal y tal, definió como nadie (hasta la llegada de David Lynch) el proceso de que se sirve lo tenebroso para infiltrarse en nuestra inocente cotidianeidad. Conocedor de que “lo normal” presenta componentes dictatoriales en lo que a su proyección sobre el espectador se refiere, el británico cineasta solía justificar “lo anormal” de sus guiones delimitando una suerte de tiempos muertos argumentales. Me explico: Janet Leigh roba una suma de dinero a su empresa y se lanza a la carretera, sabedora de que tiene todo el fin de semana para poner tierra de por medio antes de que su jefe descubra el asunto. Sábado y domingo son el limbo del que la ambiciosa secretaria se sirve para cometer su fechoría con visos de éxito, pero a su vez representan la rendija a través de la cual la muerte se colará en su ducha. Leigh acaba asesinada en el Motel Bates no como castigo a su crimen, sino a raíz de la mucho más inocente decisión de abandonar lo usual y, en vez de irse al cine con una amiga, apostar por lo desconocido. El James Stewart de La ventana indiscreta es testigo de un asesinato por culpa del (prolongado, monótono, exasperante) periodo de reposo a que le obliga una lesión en la pierna. Y podríamos convenir que, en De entre los muertos, el trauma derivado de la secuencia inicial se va repitiendo a lo largo del metraje, y que esos ecos fantasmales que arrebatan a Stewart del sentido común garantizan una cierta credibilidad a situaciones por otro lado francamente descabelladas. El viaje, la enfermedad y la alucinación, entre otros “accidentes”, son premisa sine qua non que expone a los personajes y les enfrenta a cuanto sucederá a continuación, sea una charla en tren donde acabas pactando un doble asesinato con tu vecino de asiento, sea una rebelión homicida por parte de la fauna voladora local. Toda vez perdidos los horarios y demás referentes propios de la monotonía, el espectador ignora a qué asirse y se ve abocado a aceptar casi cualquier extrañeza.
El caso es que soy penosamente consciente del buen hacer hitchcockiano tras visionar La Demoiselle d’honneur, apenas correcta adaptación de una novela de Ruth Rendell que ha llevado a cabo don Claude Chabrol. Da la impresión de que, pese a sus muchas tablas en el más negro género, Chabrol sacrifique la lógica intra-narrativa por prestar mayor atención a su también recurrente obsesión por flagelar los usos y costumbres de la burguesía. Philippe (Benoît Magimel) lleva una existencia del todo ordenada hasta que conoce, en la boda de su hermana, a la dama de honor Senta (Laura Smet). Nace entonces el amour fou entre los dos pero, si bien ella se había mostrado tirando a peculiar desde el principio, el proceso que debe conducirle a él más allá de la razón jamás queda establecido. Lo intenta Chabrol a través de la fascinación del chaval por una estatua llamada Flora, pero tan petrofílica relación acaba, más que nada, sumando nuevos interrogantes a la ecuación. Quizá un tiempo muerto, una tierra de nadie que arrebatara a Philippe de su estricta dedicación laboral y familiar, nos hubiera permitido creer en la evolución del personaje. No sucede así, y las turbias aguas que prometía La Demoiselle d’honneur acaban apenas en marejadilla.
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