“¿Y si las cosas no fueran como son?”, se preguntó Zach Braff tras visionar por decimoctava vez Beautiful Girls, obra magna del malogrado Ted Demme. Acto seguido, el chico sacó punta a una docena de lápices del número dos y, compulsivo él, se puso a rellenar cuartillas con lo que habría de convertirse en el guión de Garden State, su bien lograda opera prima. Nada como corregir la vida misma, por más que se trate de una vida de ficción alterada igualmente en y desde la ficción.
¿Me explico? Me explico:
Tras asistir recientemente a un pase de Closer, el amigo D.R. me llamó entusiasmado: “¡Por fin podemos erotizarnos con Natalie Portman sabiendo que nuestros instintos no nos llevarían a la cárcel!”. El comentario, claro está, venía a cuento de aquellos años en que películas como la citada BG o Léon, el profesional convirtieron a la actriz en la Lolita más deseada del globo. Natalie Portman ha crecido. Pero difiero de mi amigo: uno ve BG y vuelve a ser víctima de esa jovencita de 13 primaveras que menta con cándida soltura a Hamlet y que promete un lustro de fidelidad al pianista melancólico-treintañero interpretado por Timothy Hutton. Uno ve BG y de nuevo le asalta la duda: ¿caemos de cuatro patas en la fantasía adolescente o ingresamos en la madurez casándonos con esa aseada abogada neoyorquina con sonrisa Profidén? El personaje de Hutton responde por nosotros, pero su expresión satisfecha no nos conduce a engaño: difícilmente sus pasos acabarán en el circo, hábitat natural de los tocateclas felices.
Momento en que Zach Braff le da al “stop” y se lanza a rellenar cuartillas con lo que habrá de convertirse en Garden State.
Las constantes: el joven conflictuado que abandona la gran ciudad para regresar a su pueblo natal, la ausencia de la madre, la incomunicación con el padre, el gesto pendenciero de los amigos que quedaron atrás y, de repente, Natalie Portman. Igual de verborreica, igual de encantadora. Solo que, aquí, mayor de edad. Y con el añadido realista de algún desajuste psicológico, que no hay hijo de vecino que salga incólume de la adolescencia. Braff, el Braff de celuloide, no presenta mayor compromiso que aquel que le une a una más que dudosa carrera como actor. Elegir a Portman en detrimento de su existencia urbana es renunciar a la fantasía, pero también optar por la magia. Sin la amenaza de ir a la cárcel por ello.
Garden State no es Beautiful Girls. The Shins no son The Afghan Whigs. Ian Holm y Peter Sarsgaard suman enteros, desde luego, pero no hay lugar a engaño. Demme entra en cabeza, con un cuerpo de ventaja. Y, por su parte, al joven y noble Braff le agradeceremos eternamente el voluntarioso homenaje.
Tras asistir recientemente a un pase de Closer, el amigo D.R. me llamó entusiasmado: “¡Por fin podemos erotizarnos con Natalie Portman sabiendo que nuestros instintos no nos llevarían a la cárcel!”. El comentario, claro está, venía a cuento de aquellos años en que películas como la citada BG o Léon, el profesional convirtieron a la actriz en la Lolita más deseada del globo. Natalie Portman ha crecido. Pero difiero de mi amigo: uno ve BG y vuelve a ser víctima de esa jovencita de 13 primaveras que menta con cándida soltura a Hamlet y que promete un lustro de fidelidad al pianista melancólico-treintañero interpretado por Timothy Hutton. Uno ve BG y de nuevo le asalta la duda: ¿caemos de cuatro patas en la fantasía adolescente o ingresamos en la madurez casándonos con esa aseada abogada neoyorquina con sonrisa Profidén? El personaje de Hutton responde por nosotros, pero su expresión satisfecha no nos conduce a engaño: difícilmente sus pasos acabarán en el circo, hábitat natural de los tocateclas felices.
Momento en que Zach Braff le da al “stop” y se lanza a rellenar cuartillas con lo que habrá de convertirse en Garden State.
Las constantes: el joven conflictuado que abandona la gran ciudad para regresar a su pueblo natal, la ausencia de la madre, la incomunicación con el padre, el gesto pendenciero de los amigos que quedaron atrás y, de repente, Natalie Portman. Igual de verborreica, igual de encantadora. Solo que, aquí, mayor de edad. Y con el añadido realista de algún desajuste psicológico, que no hay hijo de vecino que salga incólume de la adolescencia. Braff, el Braff de celuloide, no presenta mayor compromiso que aquel que le une a una más que dudosa carrera como actor. Elegir a Portman en detrimento de su existencia urbana es renunciar a la fantasía, pero también optar por la magia. Sin la amenaza de ir a la cárcel por ello.
Garden State no es Beautiful Girls. The Shins no son The Afghan Whigs. Ian Holm y Peter Sarsgaard suman enteros, desde luego, pero no hay lugar a engaño. Demme entra en cabeza, con un cuerpo de ventaja. Y, por su parte, al joven y noble Braff le agradeceremos eternamente el voluntarioso homenaje.
También, el (ficticio) conocimiento de que, en ocasiones, las cosas no tienen por qué ser necesariamente como son.
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