Veinte años ha, la pasión futbolística de este ladrador crepuscular se hallaba bastante desarrollada. Contaba sólo diez, pero había tenido ya algunas modestas experiencias relacionadas con el cielo (la Recopa de 1982, la liga de Venables) y el purgatorio (la final de la Eurocopa 84 en París) balompédicos. Y fue una tarde de mayo de 1986, al regresar del colegio, que encendí el televisor para darme de bruces con el apartado más infernal de la materia. Los muertos de Heysel (y, sobre todo, la decisión de la UEFA de permitir que se disputara aquella maldita Copa de Europa, que la Juve celebró sobre la sangre de cuarenta de sus seguidores) atemperaron desde entonces mi fervor. El Liverpool, cuyos hooligans habían provocado la matanza, fue castigado con un lustro de exclusión de las competiciones continentales. Pero la locura no entiende de fronteras (ni siquiera de banderas): no mucho después, en el británico estadio de Hillsborough, una avalancha de hinchas rojos sin entrada provocó la muerte de casi un centenar de hinchas rojos con entrada. Y todos, absolutamente todos apartamos la mirada, intentamos olvidar para siempre a aquella institución que había enterrado su fútbol legendario bajo un alud de alcohol y vileza y sinrazón. Porque, amigos, en este deporte los nombres vienen y van, sólo los colores (y aquellos que los esgrimen temporada a temporada) permanecen. Y los de Anfield Road no merecían permanecer.
Veinte años después de Heysel, dieciséis después de Hillsborough, el Liverpool regresaba esta semana pasada a una final de la Copa de Europa (hoy día, Liga de Campeones). Y lo hacía con un equipo de mercenarios, jugadores mediocres, estrellas caídas en desgracia y un único talento, Steven Gerrard, cuya temporada de lesiones y altibajos nada bueno hacía presagiar. Frente a ellos el todopoderoso AC Milan, a la caza de su segundo trofeo del trienio. Pero los Rojos llevaban meses saldando cuentas con su pasado. Rindieron homenaje a los muertos juventinos justo antes de eliminar a la Vecchia Signora en Turín. Y se abonaron a la agonía salvando el escollo del Chelsea, su bestia negra durante toda la temporada. Fue a continuación que con el coraje de los desheredados empataron un partido que iban perdiendo 0-3 a la media parte, que su portero se transmutó en tarántula y comenzó a sacar manos y pies imposibles mientras tejía la victoria con una espectacular danza sobre la línea de gol. Y sucedió a continuación que el fútbol en Liverpool recobró el carácter que nunca debería haber perdido: exhibición de fe, motivo de orgullo, la lírica de los muchachos de barrio que de repente logran llegar a lo más alto. Imposible olvidar la vergüenza, claro. Pero qué emoción poder ver a jugadores y seguidores dedicándose mutuamente el You’ll Never Walk Alone. Una canción que unos y otros nunca han dejado de entonar, pero que esta vez tenía un matiz añadido: sabía a regreso del Averno.
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