Tres décadas lleva Michael Myers fugándose del sanatorio y volviendo a casa por Halloween, cuchillo XXL en ristre, para agujerear y rebanar a cuanto bicho viviente se cruce en su camino: coherencia y ciega dedicación, éstas, que ciertamente merecen un respeto. Y tres cuartos de lo mismo se puede decir de su último padrino cinematográfico, un Rob Zombie que en los siete años transcurridos desde la (justamente incomprendida) House of 1000 Corpses se las ha arreglado para aprender a dirigir, o cuando menos a diseñar un encuadre, orquestar un ritmo, mover a una serie de actores y conseguir que lo que se quiere contar no se meriende al cómo se cuenta. Lo que para el caso vendría a ser un nuevo canto al mundo interior del psicópata, territorio espinoso y de por sí bastante limitado que aquí sufre sobremanera al pasarse su protagonista casi todo el metraje escondido tras una máscara. Aquello que el clan Firefly se ganaba en la notable Los renegados del Diablo, una cierta empatía por las criaturas más atroces y menos dotadas de la misma en este mundo, no lo obtiene Michael Myers por más que tengamos acceso a su infancia de acosado escolar aficionado a la vivisección de animales domésticos. El resto es la tradicional sucesión de higadillos presentada, eso sí, con unas maneras bastante por encima de la media.
(Esta reseña ha aparecido en el número de enero de Go Mag)
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