Para ulular lastimeramente:
La inevitable (pero entendemos que errónea) etiqueta de sadismo gratuito con la que ciertos espectadores reaccionarán a una propuesta de estas características. El hecho de que el propio Winterbottom tenga problemas para ligar las secuencias más brutales con el resto de la narración. Y, en ese sentido, el flagrante desaprovechamiento de una nómina de secundarios que incluye a Elias Koteas, Ned Beatty, Simon Baker y, según gustos, Bill Pullman.
Para aullar efusivamente:
Sus títulos de crédito. Casey Affleck, para quitarse el sombrero (y abandonar disimuladamente la habitación, no se le vaya a torcer el humor al amigo). Su luminosa fotografía y la limpieza de sus escenarios, una patena cincuentera que hace destacar con aún mayor crudeza las oscuridades humanas que sobre ella se pasean. Los grandes angulares con que Winterbottom retrata el paisaje texano. Las agallas creativas (y de fidelidad a Jim Thompson) que traslucen sus dos secuencias de violencia extrema, equivalente sangriento a las de sexo explícito en 9 Songs. Y, ya que estamos, unas ajustaditas Jessica Alba y Kate Hudson (aunque la segunda se encuentre a media manicura de pasarse de sosa).
El juicio crepuscular:
Por todos conocido es el aforismo de cierto filósofo germano a vueltas con el espectador y el abismo, la forma en que sus miradas se cruzan para que el primero se vea indefectiblemente alterado. Psicópatas y asesinos en serie los ha habido a puñados en la historia del cine, pero pocos han generado con una caída de ojos o un masticar chicle tamaño agujero negro: la atracción del campo gravitacional alrededor del Lou Ford de Casey Affleck bien justifica la entrada de cine, pero también se adueña del resto de la película e impide que ésta cobre mayor vuelo. Sea como fuere, queda el lector crepuscular bajo aviso: de aquí se sale manchado.
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