Nada hay más definitorio en el mundo del fútbol que una dinámica. La dinámica futbolera equivale a subirse a la cresta de un tsunami con tu tabla de surf. Cuando acaba, acaba mal. Pero, mientras dura, eres el rey del mundo. Y arrollas todo a tu paso.
El Arsenal llevaba tropecientos minutos sin encajar un gol en Champions. Y se mostraba dispuesto a continuar la racha, incluso a costa de que su portero titular fuera expulsado en el minuto veinte de la final. Es así que el Barça necesitaba un revulsivo, uno de esos elementos cuyo poder de desestabilización sólo puede ser adjudicado a inefables razones cósmicas. Algunos dirán que fueron los pases de tiralíneas de Iniesta. Otros apuntarán a la habilidad de Larsson para jugar al espacio. Unos terceros aludirán a la definitiva graduación de Víctor Valdés. Y habrá también quien señale que Almunia miró de repente hacia abajo y, donde deberían haberse encontrado sus piernas, no vio más que dos flanes temblorosos. Pero únicamente cuantos se congregaron anoche en mi casa sabrán la verdad. Y la verdad dice así…
Llevaba este ladrador crepuscular 75 minutos de partido enfundado en la zamarra azulgrana de Stoichkov cuando la voz de su padre se elevó por la sala cual oráculo de los dioses. “Cámbiate de camiseta”, fue su sabio y definitivo mensaje. Ni corto ni perezoso, consciente de que el tiempo se acababa, me puse en pie, comencé a cruzar el pasillo mientras me despojaba de la barcelonista prenda, fui a abrir el armario y, en un momento de gloriosa inspiración, decidí que vestiría del Arsenal durante el resto de la final. Y, tal y como mi mano tocaba la tela morada, escuché el estallido de alegría procedente del comedor: Eto’o acababa de empatar. La dinámica de los cañoneros se había venido abajo. El resto, queridos, felices lectores, es Historia.
El Arsenal llevaba tropecientos minutos sin encajar un gol en Champions. Y se mostraba dispuesto a continuar la racha, incluso a costa de que su portero titular fuera expulsado en el minuto veinte de la final. Es así que el Barça necesitaba un revulsivo, uno de esos elementos cuyo poder de desestabilización sólo puede ser adjudicado a inefables razones cósmicas. Algunos dirán que fueron los pases de tiralíneas de Iniesta. Otros apuntarán a la habilidad de Larsson para jugar al espacio. Unos terceros aludirán a la definitiva graduación de Víctor Valdés. Y habrá también quien señale que Almunia miró de repente hacia abajo y, donde deberían haberse encontrado sus piernas, no vio más que dos flanes temblorosos. Pero únicamente cuantos se congregaron anoche en mi casa sabrán la verdad. Y la verdad dice así…
Llevaba este ladrador crepuscular 75 minutos de partido enfundado en la zamarra azulgrana de Stoichkov cuando la voz de su padre se elevó por la sala cual oráculo de los dioses. “Cámbiate de camiseta”, fue su sabio y definitivo mensaje. Ni corto ni perezoso, consciente de que el tiempo se acababa, me puse en pie, comencé a cruzar el pasillo mientras me despojaba de la barcelonista prenda, fui a abrir el armario y, en un momento de gloriosa inspiración, decidí que vestiría del Arsenal durante el resto de la final. Y, tal y como mi mano tocaba la tela morada, escuché el estallido de alegría procedente del comedor: Eto’o acababa de empatar. La dinámica de los cañoneros se había venido abajo. El resto, queridos, felices lectores, es Historia.
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