He quedado para ver la final de la Copa de Europa con unos amigos, y salgo del antiguo piso de mi padre (el mismo que ahora, vamos, solo que decorado como hace diez años) con el tiempo justo. La casa donde supuestamente me esperan se halla sobre la ladera del Tibidabo: debo sortear una verja cerrada y subir unas largas escaleras antes de alcanzar la puerta de entrada. Para entonces el partido ya ha comenzado, pero nadie responde al timbre. Llamo por móvil a un tal Ahmed, quien me dice que no tiene ni idea del paradero de Edu y Pedro. Tras rodear el edificio para asegurarme, emprendo el regreso con la insidiosa conciencia de estar perdiéndome el match. Pienso que el resultado debe seguir siendo de 0-0, pues no he oído gritos de alegría o decepción. Las escaleras, no obstante, se han vuelto mucho más empinadas. Al punto de que el último escalón me deja varios metros por encima de la verja, que ahora es doble y aparece coronada por una sucesión de amenazadoras agujas de metal. La farola es mi única opción: me lanzo, me aferro a ella con el brazo derecho y me dejo resbalar hacia abajo. Cuando por fin llego al antiguo piso de mi padre, el partido ha terminado. Al cabo de unos instantes, mi hermana me informa del resultado: 1-0, gol de Iniesta de penalti en el minuto 90.
Veo un documental sobre un pueblo latinoamericano que vive de las piedras. De coger piedras, concretamente. Tienen las manos gruesas y peludas cual hobbits, y comentan que están en peligro de extinción porque a menudo las piedras les caen encima y los sepultan (algo sumamente curioso, pues su actividad tiene lugar al aire libre). En ese momento, uno de los dos entrevistados comienza a disponer las piedras en el aire, hasta formar un techo flotante sobre su cabeza. Quejoso, comenta: ahora hay pueblos que se quedan con las piedras más grandes, no sé si sobreviviremos con estas piedras tan pequeñas…
Veo un documental sobre un pueblo latinoamericano que vive de las piedras. De coger piedras, concretamente. Tienen las manos gruesas y peludas cual hobbits, y comentan que están en peligro de extinción porque a menudo las piedras les caen encima y los sepultan (algo sumamente curioso, pues su actividad tiene lugar al aire libre). En ese momento, uno de los dos entrevistados comienza a disponer las piedras en el aire, hasta formar un techo flotante sobre su cabeza. Quejoso, comenta: ahora hay pueblos que se quedan con las piedras más grandes, no sé si sobreviviremos con estas piedras tan pequeñas…
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