martes, febrero 22, 2005

Sobre "El hundimiento"

Hay expresiones artísticas que agotan en sí mismas cualquier posibilidad de réplica. Todo comentario deberá correr paralelo a su propuesta, difícilmente se separará de ella para transitar los caminos del juicio personal o de la fantasía también subjetiva. El hundimiento ("Der Untergang") no es una película dramáticamente redonda ni mucho menos. Pero enumerar sus dos o tres faltas carece de sentido. Porque El hundimiento es una obra necesaria, quizá imprescindible para comenzar a cerrar en lo social y lo estético un fragmento atroz y por ello drásticamente significativo de la historia occidental reciente. Al contrario de cuanto desde muchos medios se ha destacado, no es en la sublime interpretación de Bruno Ganz que El hundimiento halla su razón de ser. Satanizar a Hitler, pretender que su locura iba acompañada de la más monstruosa inhumanidad, de la incapacidad para padecer enfermedades o para expresar emociones de corte tirando a amable, es una chiquillada. Claro que aceptar el Mal absoluto facilita a su vez la creencia en el Bien supremo, pero esa es otra historia. Aunque Ganz borda su papel, no creo que las aristas corteses o cariñosas de la personalidad del führer deban sorprendernos. Y El hundimiento, en cualquier caso, dista mucho de anclarse en ellas.
La película de Oliver Hirschbiegel, como los libros de Joachim Fest (historiador) y Traudl Junge (la “secre” de la criatura) en los que se basa, indaga en las culpas y consiguientes penas de una nación que se dejó seducir por la locura y pagó por ello un altísimo precio. Sesenta años después, Alemania no ha logrado hacer las paces con su pasado antisemita, con el peso de una Solución Final de seis millones de muertos que carga su conciencia. Pero ignorar el propio dolor no ayudará a superar tal situación. Hasta hace relativamente poco, las violaciones masivas de mujeres germanas por las tropas soviéticas y el bombardeo genocida de las fuerzas aliadas sobre núcleos civiles, por poner solo dos ejemplos, eran tema tabú más allá del Rhin. ¿Acaso experimentaron Winston Churchill o Arthur “Bombardero” Harris una culpa similar por los centenares de miles de muertos que causaron sus orgías voladoras cuando el enemigo se encontraba ya tirado sobre la lona? ¿Ha examinado el pueblo británico su responsabilidad general en tal asunto? Y no olvidemos que, si la batalla de Inglaterra y los U2 sobre Londres sirvieron de justificación a las huestes de San Jorge, el auge del nacionalismo alemán, Bismarck aparte, había quedado sentado en los mismos abusivos tratados que pusieron fin a la primera guerra mundial (algo que El hundimiento expresa a la perfección a través de los miembros de esa vieja guardia casi prusiana que se niega a capitular y a sufrir de nuevo la humillación de 1918).
Ya en La cruz de hierro osó Sam Peckinpah utilizar el punto de vista del ejército alemán, destacar sus infamias y atropellos pero, también, admitir en sus filas a hombres de honor incapaces de escapar al signo de los tiempos. Erwin Rommel y los ideólogos del atentado contra Hitler también han gozado de buena prensa en el cine. Y, más allá de la frivolidad de Eva Braun y del fanatismo de Goebbels, El hundimiento vuelve a dar voz a quienes cayeron en tan dantesco torbellino sin sacrificar en el envite la totalidad de su cordura. Es gracias a tales personajes que la película se vuelve compendio de todas las tragedias shakesperianas y mantiene al espectador pegado a su butaca durante dos horas y media largas. Pero también está ahí el documento histórico, de una rigurosidad intuyo que admirable. E, insisto, la posibilidad de experimentar el drama en la piel de quienes lo sufrieron en última instancia. Debemos recordar el gueto de Varsovia, Auschwitz y Stalingrado. Pero debemos también comenzar a recordar a idéntico nivel Hamburgo, Berlín y Dresde. Es ahí, desde la nacionalidad misma de la producción, en su valentía revisionista y en su imparcialidad (a Hitler lo que es de Hitler) que El hundimiento se vuelve una obra ejemplar, un testimonio imprescindible, una expresión artística destinada a levantar ampollas a fin de cerrar por fin viejas y más profundas cicatrices.

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