miércoles, agosto 31, 2005

From the Vaults...

Diez libros procedentes de mi adolescencia (bien, de las diversas que he atravesado) que rescaté ayer tarde de las catacumbas de casa de mi padre:

10. Conjuración de Catilina, de Salustio (Gredos) - Siempre se me dio razonablemente bien la lengua del imperio romano. Mi profesor de Latín en primero de BUP insistía en que era cuestión de sentido común. Yo, en cambio, me enfrentaba a las traducciones como si de operaciones numéricas se tratara: no conozco otro idioma tan deliciosamente matemático...

9. Escribir en el tiempo, de Andrei Tarkovski (Rialp) – La sola mención del apellido del realizador ruso estimulaba el punto G de mis profesores de Dirección de Cine en el CECC (no entro ya, lector crepuscular, en la descripción de sus reacciones físicas ante el visionado de alguno de sus eternos travellings). Fan yo mismo de Stalker y de Solaris, su autobiografía me acompañó en el avión que en 1994 me depositó en Nueva York; también, en el Greyhound que me condujo a Denver. Pero once meses después regresé a España sin haber logrado pasar de la página 11.

8. Encuentros en la tercera fase, de Steven Spielberg (Círculo de Lectores) – Novelizada por su propio realizador, esta es una de las películas extraterrestres que jalonan mis primeras memorias cinematográficas. Lógico que me aferrara al libro cuando lo vi en aquella tienda de cómics de segunda mano de la calle Zaragoza, a mediados de los años 1980, y que me lo agenciara, prestación monetaria paterna mediante, junto al Tiburón de Peter Benchley.

7. Bestiario, de Julio Cortázar (Ediciones B) – Un tío materno me contagió su pasión por Cortázar, de la que la adquisición de este volumen de bolsillo fue ejemplo/resultado. Leí el cuento inicial, Casa tomada, en los Ferrocarriles de la Generalitat, de regreso a una casa que, en efecto, por aquellos años andaba tomada.

6. Flores robadas en los jardines de Quilmes, de Jorge Asís (Planeta Argentina) – Regalo postal de una vieja penpal del cono sur, recuerdo tanto la ilusión que me hizo recibirlo como el placer erótico-costumbrista que me produjo leerlo.

5. Las leyes de la atracción, de Bret Easton Ellis (Anagrama) – Durante largo tiempo, y como para tantos otros a lo largo y ancho del lustro 1987-1992, Easton Ellis fue lo más. La portada negra de esta edición (en la colección Downtown) me sigue turbando poderosamente.

4. 2001: Una odisea del espacio, de Arthur C. Clarke (Orbis) – El número dos de la Biblioteca de la Ciencia Ficción de Orbis (se vendió en quioscos acompañado de El fin de la eternidad de Isaac Asimov) me permitió saldar cuentas con la versión fílmica de Stanley Kubrick, que había visionado con parejo nivel de fascinación y confusión allá por 1985.

3. Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sábato (Seix Barral) – Jamás será Libro del Mes en los boletines de la ONCE (es más, dudo mucho que se haya traducido al braille), pero a quién le importa lo políticamente incorrecto cuando la locura se vuelve verbo... Ahora que lo pienso, hay mucho del personaje de Alejandra en toda mi producción literaria. Mucho.

2. El nacimiento de la tragedia, de Friedrich Nietzsche (Alianza) – Dado el gesto pedante-avanzadillo con que decoré mis días escolares, una profesora que en el futuro habría de impartir Filosofía me sugirió que leyera, un año antes que el resto de la clase, la opera prima de cierto filósofo alemán. Y, quizá por su tono filológico (aunque más probablemente a raíz de su carácter vitalista), sigue encontrándose entre mis títulos de cabecera.

1. Las aventuras de Tom Sawyer, de Mark Twain (Juventud) – Este ejemplar, ilustrado con los dibujos de Walter Trier, sabe a verano de 1988, a tardes de lectura en la playa de Castelldefels, a las hijas de la familia holandesa con que trabamos cierta amistad, a las noches en que no sabía si habría de ponerme a limpiar vasos tras la barra de la Cervecería Jordi (que regentaban mi madre y mi padrastro y uno de cuyos cuartuchos nos acogió a mis hermanos y a mí durante un largo mes y medio). Contiene toda la aventura a la que yo raramente me presté. Pero, gracias a esa aventura prestada, un período tontorrón de mi vida resultó no solo más llevadero: en ocasiones fue incluso mágico.

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