Aún hoy ignoro las circunstancias exactas de la muerte de mi abuelo. Sucedió en el 84 u 85, tardamos un par de días en recibir la noticia. Un autobús del Gran Buenos Aires (“colectivo”, los llaman allí) golpeó su cabeza, o su cabeza se estampó contra el bordillo cuando intentaba descender de ese autobús que, al mejor estilo argentino, buscó dejar a su pasajero al vuelo, aminorando la velocidad tan poco como fuera posible. Todo cuanto rodea a Yure Krmpotic’ es una sucesión de inexactitudes tergiversadas por la leyenda familiar y, a continuación, adulteradas por la mente infantil y adolescente de este ladrador crepuscular.
Mi abuelo murió solo, arruinado. Y parece que a ambas condiciones contribuyó no poco su adicción al juego. Su familia al completo (ex mujer, hijo e hija, nietos…) vivía en España, pero no recuerdo ahora mismo que nos visitara una sola vez. Posiblemente no tenía dinero. Probablemente sabía que los desencuentros seguían siendo potencialmente demasiados.
Tardé tres viajes allende el océano en decidirme a recuperar su memoria. De algún modo hasta entonces había sentido que no era una labor que me correspondiera, que debía aguardar a que alguien más cualificado reivindicara sus últimos días. Pero la emigración, lo mismo que cualquier otra ruptura emocional, sólo triunfa cuando viene acompañada de ciertas formas de amnesia. Y la mía es una familia de grandes emigrantes.
¿Cuáles eran mis motivos? Tiendo a pensar que uno cree parecerse a sus abuelos durante varios años, hasta que descubre que en realidad es clavado a sus padres. En aquel momento, mi abuelo era una referencia y una incógnita.
El día en que conocimos la muerte de mi abuelo, mi madre me comunicó la noticia al volver del colegio y me mandó a casa de mi padre, para hacerle compañía. Yo tenía 9, 10 años. Nada más entrar, le pregunté: “¿Cómo estás?”. Y él contestó, con una sonrisa que recuerdo más tranquilizadora que melancólica: “Bueno, no todos los días se muere tu padre”.
En 1995, pues, conseguí que unos familiares por vía materna me acercaran en coche a recoger las pertenencias de mi abuelo. El matrimonio que le había alquilado su última habitación me condujo hasta ellas. Se hallaban esparcidas por el suelo de una especie de garaje polvoriento: ropa podrida, cartas, hojas de periódico de la asociación croata… Me contaron que le gustaba vestir de forma elegante, siempre con abrigo largo. Que su único pasatiempo consistía en acudir a la asociación, a ver a sus amigos. Que volvía de allí la tarde-noche de su accidente (murió uno o dos días más tarde, en el hospital). Recogí los papeles que pude, les pedí que quemaran todo lo demás. Creo que les desilusionó no obtener ningún tipo de recompensa, pero ni yo tenía dinero ni su labor museística la había merecido.
Durante varios días leí las cartas de mi abuelo, las que había recibido de España y algunas otras que él mismo escribió y que jamás llegó a mandar. Son textos dolorosos, en los que básicamente pide perdón y no logra obtenerlo. Pocos meses después tuve que dejarlos tras de mí, al fracasar en mi aventura argentina, cuando regresé a Barcelona con el rabo entre las piernas y el suficiente exceso de equipaje como para cargar además con aquella montañita de papel. Puesto que fracasé como emigrante, me prometí que regresaría a por ellos.
Promesa que a día de hoy aún tengo pendiente.
Mi abuelo murió solo, arruinado. Y parece que a ambas condiciones contribuyó no poco su adicción al juego. Su familia al completo (ex mujer, hijo e hija, nietos…) vivía en España, pero no recuerdo ahora mismo que nos visitara una sola vez. Posiblemente no tenía dinero. Probablemente sabía que los desencuentros seguían siendo potencialmente demasiados.
Tardé tres viajes allende el océano en decidirme a recuperar su memoria. De algún modo hasta entonces había sentido que no era una labor que me correspondiera, que debía aguardar a que alguien más cualificado reivindicara sus últimos días. Pero la emigración, lo mismo que cualquier otra ruptura emocional, sólo triunfa cuando viene acompañada de ciertas formas de amnesia. Y la mía es una familia de grandes emigrantes.
¿Cuáles eran mis motivos? Tiendo a pensar que uno cree parecerse a sus abuelos durante varios años, hasta que descubre que en realidad es clavado a sus padres. En aquel momento, mi abuelo era una referencia y una incógnita.
El día en que conocimos la muerte de mi abuelo, mi madre me comunicó la noticia al volver del colegio y me mandó a casa de mi padre, para hacerle compañía. Yo tenía 9, 10 años. Nada más entrar, le pregunté: “¿Cómo estás?”. Y él contestó, con una sonrisa que recuerdo más tranquilizadora que melancólica: “Bueno, no todos los días se muere tu padre”.
En 1995, pues, conseguí que unos familiares por vía materna me acercaran en coche a recoger las pertenencias de mi abuelo. El matrimonio que le había alquilado su última habitación me condujo hasta ellas. Se hallaban esparcidas por el suelo de una especie de garaje polvoriento: ropa podrida, cartas, hojas de periódico de la asociación croata… Me contaron que le gustaba vestir de forma elegante, siempre con abrigo largo. Que su único pasatiempo consistía en acudir a la asociación, a ver a sus amigos. Que volvía de allí la tarde-noche de su accidente (murió uno o dos días más tarde, en el hospital). Recogí los papeles que pude, les pedí que quemaran todo lo demás. Creo que les desilusionó no obtener ningún tipo de recompensa, pero ni yo tenía dinero ni su labor museística la había merecido.
Durante varios días leí las cartas de mi abuelo, las que había recibido de España y algunas otras que él mismo escribió y que jamás llegó a mandar. Son textos dolorosos, en los que básicamente pide perdón y no logra obtenerlo. Pocos meses después tuve que dejarlos tras de mí, al fracasar en mi aventura argentina, cuando regresé a Barcelona con el rabo entre las piernas y el suficiente exceso de equipaje como para cargar además con aquella montañita de papel. Puesto que fracasé como emigrante, me prometí que regresaría a por ellos.
Promesa que a día de hoy aún tengo pendiente.
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