Es Harkaitz Cano un notable prestidigitador. El papel que lucía inocuamente blanco sobre la mesa pasa a proyectar, sostenido entre sus manos, mundos tan alternativos como aquel que precisamente existió solo en la pantalla de cine, el del encuentro entre el más grande cómico y el más genocida tirano de la primera mitad del siglo XX. A la sazón presentan sus fabulaciones mucho de la magia del celuloide: cada encadenado se abre a una catarata de asociaciones, cada fundido aboca a un estupor respetuoso y emocionado… Le sucede en más de una ocasión, no obstante, que las luces van a encenderse a mitad de la función. A diferencia de otros autores formados en la poesía, Cano exhibe un pulso firme cuando de lidiar con los pasajes líricos se trata, los contiene y ellos se lo agradecen volviéndose indispensables. Pero los juegos de espejos se resquebrajan en la que constituye su gran asignatura pendiente: el uso de los diálogos. Es así que sus criaturas avanzan e incluso vuelan sobre las calles de prosa que para ellas ha diseñado, pero se vuelven morosas cuando les toca por fin tomar la palabra. Nada hace más daño al truco que un súbito ralentí en su ejecución. La ilusión se deshilacha, intuimos una y otra vez el gesto que no debíamos, solo la aparición del conejo blanco de rigor puede ya consolarnos. La chistera narrativa de Cano, por suerte, es de lo más generosa. Subido a ella el autor se eleva por encima de la media, alcanza el nivel de Unai Elorriaga como punta de lanza de las letras vascas. Pero, más allá de sus premios, el aplauso no puede desembocar aún en ovación de gala.
(Esta reseña apareció en el número de junio de Qué Leer.)
(Esta reseña apareció en el número de junio de Qué Leer.)
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