lunes, junio 11, 2007

"Tideland"

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He aquí la concepción que de la experiencia cinematográfica tiene Terry Gilliam: primero se delimita un terreno más o menos del tamaño de una pantalla de cine; a continuación se plantan en él varias minas antipersona; tanto el realizador como el espectador se colocan en uno de los extremos cortos; el primero se cubre los ojos con una venda, mientras que el segundo se promete no cerrarlos; y, al grito de "¡ya!", ambos salen en estampida... Sucede que el responsable de la función rara vez fallece en el intento (el famoso Quijote sería su principal cadáver); en su lugar, toda vez alcanzado el otro extremo del cuadrángulo, se lanza a pegar botes como un descerebrado. Y su compañero de carrera suele llegar unos instantes después, los dientes castañeteantes pero feliz en el fondo de haber sobrevivido a la prueba...

Ya en fecha tan lejana como 1981, con Los héroes del tiempo, había presentado Gilliam a un niño que, obviado por sus padres, era absorbido por un mundo de fantasía. Lo mismo que una década más tarde, en El Rey Pescador, sentó lo afilado de la línea que marca la frontera entre imaginación y locura. Este Tideland, que no en vano algo ha bebido del Big Fish de Tim Burton, representa la consumación realista (si bien sin abandonar el grotesco marca de la casa) de ambos temas. Pero, precisamente por constituirse en obra cumbre del gilliamismo, es sin duda la carrera de obstáculos-trampa que más espectadores se dejará por el camino...

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