The Granta fue una publicación universitaria británica que, a finales de los años 1970, cercano el centenario de su alumbramiento a la pétrea sombra de los colleges de Cambridge, decidió renovarse antes que morir para transformarse en la revista de nuevas voces literarias que hoy todos conocemos. Que hoy todos conocemos, en gran medida, gracias a esas listas de mejores escritores jóvenes con que viene animando el mundillo desde 1983, cuando se demostró dueña de una intuición tirando a gloriosa y llenó su primer saco antológico con nombres como los de Martin Amis, Julian Barnes, Salman Rushdie, Pat Barker, William Boyd, Ian McEwan, Graham Swift y Rose Tremain.
Cierto que la gracia de tales registros (cinco hasta la fecha, tres dedicados a las islas británicas y dos centrados en las barras y estrellas) se revela a toro pasado, cuando una década más tarde nos asomamos a ellos para descubrir quién en efecto ha acabado disfrutando de su propio stand en la librería y quién nos suena apenas de refilón. Pero las nóminas Granta no solo apelan al morbo diacrónico; además, explotan nuestra pasión catalogadora y, a base de hurgar en ella, se las arreglan para provocar polémicas tan puntuales como periodísticamente jugosas.
Así, si Monica Ali y Adam Thirlwell dieron la nota de la generación brit de 2003 al ser escogidos pese a no contar aún con obra publicada (sus operas primas llegarían ese mismo año), el listado norteamericano de este 2007 se ha puesto quisquilloso con el tema de la edad al rebajar el listón de la juventud de los
Debuts sin edad
A los 35 años, Arthur Rimbaud no solo había redactado cuanto tenía por redactar, sino que se hallaba cerca ya de irse al otro barrio. A los 35 años, por su parte, Charles Dickens había publicado Los papeles del Club Pickwick, Oliver Twist, el Nicholas Nickleby y tres o cuatro novelas más, pero debía firmar aún David Copperfield, Historia de dos ciudades, Grandes esperanzas... A los 35 años, en cambio, Charles Bukowski era víctima de la úlcera que casi le cuesta el pellejo y que lo llevaría a colgar la bolsa de cartero, a empuñar la pluma como si de una botella de vino se tratara y a escribir sus primeras líneas…
La moraleja viene a decirnos que juventud y literatura son variables caprichosas, que en ocasiones confluyen llamativamente para, en otras, pasar a ignorarse con el más torcido de los gestos. Su mezcla, por azarosa, permitiría tanto tachar de adulto a un treintañero como destacar la juventud de un cincuentón. Pero no todo ha de ser arbitrariedad en el afán rejuvenecedor de la última lista Granta: en cuanto sujeta a una sociedad, la norteamericana, obsesionada con la lozanía, con aplicar el más alto, más lejos y más fuerte olímpico a cada uno de sus estratos, la celeridad en hacerse con un nombre literario debe ser consecuentemente reconocida.
En efecto, la razón esgrimida desde Granta para justificar su criterio cronológico ha sido que al otro lado del Atlántico se pierde la virginidad editorial con mayor prontitud, pues son muchos los veinteañeros que acuden a la universidad con el objetivo de formarse en la disciplina narrativa. Pero, ¿acaso los talleres literarios o cualquier institución de educación superior ponen restricciones de edad a la hora de aceptar nuevos discípulos? ¿Y si lo importante no fuera el año de nacimiento sino el momento en que uno comienza a publicar, a medio camino entre el mérito personal y la circunstancia vital? Caso de haber tenido en cuenta las operas primas aparecidas desde 1996, fecha de la anterior antología norteamericana, el Best of Young American Novelists 2 habría evitado desequilibrios tan mayúsculos como la presencia de Gabe Hudson (35 años y una sola, poco más que correcta, colección de relatos en el haber) en contraste con la lamentable ausencia de Dave Eggers (37 años, firmante de más de diez títulos desde 2000 y, en cuanto fundador de McSweeney’s, verdadero líder de esta generación de prodigios que no deberían necesariamente ser jóvenes).
(Este editorial ha aparecido en el numero de Qué Leer de abril)
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