“No retraté la muerte de esa persona. Retraté parte de su vida”. El Hombre del salto de Don DeLillo no es el mismo que dio fama al fotógrafo Richard Drew en la mañana del 11 de septiembre de 2001. Si Drew retrató el infernal salto del ángel de un empleado de las Torres, DeLillo menta desde el título de su última novela a uno de los protagonistas de la misma, el artista que durante los meses siguientes a la tragedia practica una suerte de morboso puenting lanzándose desde lo alto de varios edificios públicos de la Gran Manzana para quedar colgado a escasos metros del suelo. Colgado y congelado, como si de una fotografía en tres dimensiones se tratara. Es probable, por tanto, que imagen y libro no sean más que sendas lenguas de fuego de un solo dantesco bucle, el peor atentado terrorista de la historia repetido una y otra vez a cámara lenta en la pantalla de nuestros televisores, el perfil de los aviones incrustándose en la metálica calma de aquellos majestuosos cubos para, apenas medio segundo más tarde, envenenarlos con sus llamaradas. Tal es el tema principal de El hombre del salto: la idea de representación, su reiteración, el modo en que una realidad puntual se torna mil veces irreal para adueñarse así, paradójicamente, del total de la percepción. Lo mismo que Drew, DeLillo retrata un fragmento vital. A diferencia de Drew, DeLillo lo acepta acechado por la muerte. Bajo la interminable sombra de las Torres, sus héroes se dividen entre quienes buscan respuestas (al Islam, a Dios…) y quienes aspiran tan solo a lograr alguna forma de paz (el sosiego del terrorista, por cierto, dispara el trauma de la víctima a través del memorable cambio de perspectiva del capítulo final). Certera radiografía, una más, la del autor: esto fue, entre 2001 y 2004, Estados Unidos. El país que comenzó a medir el tiempo en días, meses y años “después de los aviones”.
(Esta reseña ha aparecido en el número de septiembre de Qué Leer)
(Esta reseña ha aparecido en el número de septiembre de Qué Leer)
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