Los Hermanos Karamazov suelen sumar unas 650 páginas. Guerra y paz no baja de las mil. Archipiélago Gulag prácticamente triplica esa extensión. Pero La Casa de los Encuentros se detiene en 260, allí donde todos y cada uno de los títulos precedentes comenzaban apenas a coger el ritmo. La geografía rusa, su historia y su psicología, invitan al dramatismo y a la gravedad, a la carnicería expresionista de la escalinata de Odessa lo mismo que a las jornadas de plomo en que transcurre la obsesiva culpa del estudiante Raskolnikov. Martin Amis regurgitó de forma brillante la ensayística del Terror en Koba el temible, se sirvió de ella para poner en su sitio a la intelectualidad prosoviética de Occidente y rozó la genialidad al emparentar el saldo anterior con su propia condición personal de huérfano de Kingsley Amis en lo que constituyó una suerte de apostilla ideológica a Experiencia. Ahora, cuando de sacar punta novelística al asunto se trata, el eterno enfant terrible de las letras británicas cae en ocasiones víctima de su propia circunstancia: hay más brotes de frivolidad inglesa que de pathos ruso en esta historia donde el Horror se cuenta, pero rara vez se mastica. Pide mayor desarrollo el paso por el gulag del protagonista, un veterano de guerra al que la Historia convierte en violador y asesino sin que jamás asomen en él la culpa o la búsqueda de redención. Y si las maneras narrativas del autor bastan para que La Casa de los Encuentros se propulse hasta el notable, no menos cierto es que la tragedia vuelve a vencerse frente a lo grotesco, que lo anecdótico del reo que se come sus propios zapatos le puede al más universal retrato de las oscuridades del alma humana.
(Esta reseña ha aparecido en el número de febrero de Qué Leer)
(Esta reseña ha aparecido en el número de febrero de Qué Leer)
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