El viaje, piedra fundacional de la narrativa occidental, genera en el ámbito infantil una curiosa dicotomía: si por un lado ratifica al niño gracias a su uso de la fantasía, por el otro apela al adolescente (esto es, al adulto en ciernes) a partir del conocimiento que de él se deriva. Conocimiento por lo general práctico y admonitorio: el sueño que marca el fin del sueño, el primer contacto con el lado oscuro… Siguiendo tales parámetros, la novela original de Gaiman representaba una gozosa revisión del cuento de hadas tradicional, en general, y de la Alicia especular en particular. Mientras que la adaptación que de ella ha realizado Henry Selick, sin extraviar un ápice de ambigüedad, conduce a la perfección la primera parte contratante antes referida. Salvo por una leve morosidad en el desarrollo del segundo acto (defecto que ya estaba presente en el libro), esta Coraline es un prodigio erigido a partir del stop-motion, un festival que sabe mostrarse tan maravilloso (la actuación de los ratones saltadores) como perturbador (los ojos-botón) y que ratifica a Selick como uno de los mayores talentos que haya conocido el terreno de la animación (en cuanto punto culminante, eso sí, podría marcar el final de una época -¿o acaso alguien recuerda los poemas que dieron pie a la Odisea?).
(Esta reseña ha aparecido en el número de julio-agosto de Go Mag)
(Esta reseña ha aparecido en el número de julio-agosto de Go Mag)
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