martes, mayo 03, 2005

Devoción y muerte: la carne en Lucian Freud

Cincuenta años de edad separan a los dos modelos de El pintor sorprendido por una admiradora desnuda. Y alberga uno la intuición de que, al margen de las notabilísimas virtudes estéticas y conceptuales del lienzo, es dicha anécdota la que ha alimentado la rabia (falsa, siempre con fines estrictamente comerciales) de la prensa amarillo-británica. Lucian Freud, el pintor, cuenta 83. Y ahora sabemos que la admiradora desnuda responde al nombre y rasgos de Alexandra Williams-Wynn, una mujer hecha y derecha de 32. Imposible por tanto comulgar con los titulares que, desde las islas, clamaron contra el cuadro en cuanto “apología de la pederastia”. Pero sí, quizá, podríamos escarbar ligeramente en la vertiente menos pueril del profundo malestar generado por la obra en esta sociedad occidental que, por haberlo visto todo, se suele creer a salvo de la influencia del arte.
Nada hay en El pintor sorprendido… que resulte novedoso en la trayectoria de Freud. El estudio es el de tantos otros retratos: tablones de madera, sábanas retorcidas por el suelo, un magma pictórico que brota tridimensional de las paredes… Y mucho menos destacaremos la presencia del desnudo o lo macilento (cuando no corrupto) del tratamiento de la humana carne. Ahora bien, prestemos atención a los actores. Él, completamente vestido, parece en disposición de pintar, eleva el brazo derecho en dirección al cuadro y gira tres cuartos la cabeza, quizá buscando el reflejo de un espejo situado fuera de campo, quizá molesto al verse distraído (“sorprendido”) por ella. Ella, completamente desnuda, se aferra a una de las piernas del artista; sentada tras él, parece atraparlo entre sus rodillas mientras, con gesto de libidinosa devoción, lanza una mano como a la caza del genital masculino. Ambos se hallan situados en el centro mismo de la composición, pero a una irrazonable distancia del espectador. Ecos de Las Meninas, el artista que se cuela en el retrato y reclama con radical modernidad su cuota de protagonismo creador. Pero no hay aquí infantas y mascotas que rellenen la escena: pintor y modelo parecen extraviados; ceden gustosos el primer plano a una silla alta, el segundo al cuadro dentro del cuadro, se conforman con ese tercer nivel lleno de dudas. Porque la vacilación y el enfrentamiento brotan incómodos. El vacío del tercio inferior frente al amasijo de la superficie restante. Las actitudes contrapuestas y la tensión sexual que de ellas se deduce. Todo cuanto separa a Freud de su “work in progress”: no sólo un espacio imposible de atravesar cuando alguien te sujeta la pierna, también una silla tan violenta en sus colores como dueña de agresivas diagonales.
El nieto del padre del psicoanálisis se las arregla para contarnos de modo perversamente original una historia recurrente, tan antigua como la humanidad misma. Adán y Eva. El cuerpo femenino y la devoción eléktrica cual manzana. La inútil protesta de un hombre que se sabe apartado de su deber: la taza con pinceles que se tambalea, el pecho hinchado que contra toda lógica se cuela entre los listones y travesaños del asiento. Claro que Freud consigue al fin rematar la faena, ahí está, expuesta en la National Portrait Gallery de Londres. Pero es una gloria efímera. Una suerte de punto y aparte. Un testamento. Frivolidad y estulticia al margen, El pintor sorprendido… nos produce desazón en su inclemente retrato de la amargura erótica y la omnipresencia de la muerte. Intelectual pero directo a las entrañas, nos enfrenta a un Eros que corretea bajo la sombra de Thanatos. La carne que nos da la vida es la misma materia cuya corrupción nos borrará de este mundo. Tal es la dicotomía a la que Freud ha dedicado casi toda su carrera. Tal es la espada de Damocles que pende sobre nuestras cabezas. Y, puesto que a nadie le gusta que se lo recuerden, de repente el artista se vuelve imprescindible.
Una vez más. Quién lo iba a decir, a estas alturas del partido…

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